domingo, 24 de septiembre de 2023

Istmos


Fiesta de Nuestra Señora de la Merced



 

Ricardo Calleja, del que quienes le conocemos sabemos que parece hombre de mundo y es hombre de Dios, mantiene las distancias como la forma íntima de una calidez que se rige por la prudencia. Retiene la sonrisa al esbozarla. Achica los ojos, aprieta los labios, suspira honda y discretamente. Inicia un gesto amplio de la mano hacia la nuca antes de pronunciar con pocas palabras claras, entre dientes, una opinión, un pensamiento, una reflexión largamente vividos. Se encoge de hombros, calla, como si supiera que, aunque resulten inútiles, no cabe nunca desesperar. Cuando ríe, incluso con un punto de elegante sarcasmo del que parece arrepentirse de inmediato, no deja que se malogre su contención. Advierto a veces, como una ráfaga, una tristeza de fondo que hace resplandecer, matizada, una alegría que no sabría apagarse. Como lector las veo de nuevo unidas con el continente de la persona y de la obra en su nuevo libro Istmos.

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Istmos se presenta como un volumen de aforismos. Se advierte en él un esfuerzo terso por mantenerse en los límites de un género breve tan lábil e híbrido, con fronteras tan imprecisas con la máxima, la sentencia, el adagio o el apotegma. La voluntad moral atraviesa toda la colección, refrenada o potenciada no sólo por la concisión lingüística sino por los efectos de sentido que trabaja sobre la materia y la forma del lenguaje mismo. Hay poetas que quieren ser moralistas. Calleja, que es un moralista, aspira a ser poeta.

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Otras reseñas podrán destacar la división de Istmos en cuatro partes, subdivididas cada una en tres epígrafes, que representan sendos espacios simbólicos por reales, y viceversa. Número completo: Doce. Entre tierra y cielo, la cuaternidad y lo trinitario. Casa, escuela, plaza y templo no marcan sólo una gradación entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo comunitario. Entre los chispazos aforísticos asoman las intuiciones de un ensayo sobre una teoría política del Derecho. ¿Cómo no dejar que se escabulla sino agrupando sus dovelas como un mosaico de aforismos? Ya digo. Otras reseñas deberán subrayar la unidad temática y estructural de lo que se ofrece, por naturaleza, disperso y fragmentario.  Más humilde - ¿más esencial? – esta lectura, aquí, se detiene solamente en el concepto.

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Calleja, que invoca a Hobbes y a Schmitt, es barroco. No es el suyo un barroquismo de filigranas y volutas. Lo es conceptista. Desengañado, no escéptico. A un paso de la acritud, retrocede. Calleja es un conservador, claro. El conservador descree de las utopías. El conservador, a secas y maduro, ni espera el regreso de un Paraíso perdido, ni negocia a la baja otro por alcanzar. El conservador desconfía por defecto y espera por virtud. El presente no es sino el tránsito germinante de su pasado a un futuro que debe venir en la gloria del Hijo del Hombre. Por ello, de la familia conservadora a Calleja la reaccionaria casi le impacienta; la liberal le enciende, casi. Dos son, en suma, los principios de su inexcusable condición moderna: la autoridad de la casa y el templo, el poder de la escuela y la plaza. Orden y sentido.

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Barroco, Calleja defiende desde el prólogo también aforístico la claridad densa y revelada de una teología positiva. El místico es un asceta en acto. El asceta debería ser un místico en potencia. Moderno, interroga en los pliegues del lenguaje el peso significante de una verdad escondida y, todavía, operante. Rememora el Evangelio y la filosofía aristotélica. Trasciende la historia para que la conciencia de la Caída no sea sino la penúltima palabra. Llama la atención que, para lograrlo, ponga en juego dos procedimientos y tres temas. La variedad repetida de los juegos fónicos y la exasperada polisemia de la paradoja buscan pulir, como una gema, el emblema verbal. Asimismo, resiste la crisis biopolítica distinguiendo el orden (sobrenatural) y la organización (técnica). Si la política es la teología por otros medios, una filosofía de la historia debe desembocar en una Poética de la Redención, es decir, en una escatología. En ella se salva la soberanía de otro mundo, sin incurrir en los espejismos esteticistas del pasado ni en las especulaciones emotivistas del futuro. Hic et nunc, moderno y barroco.

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… No hay menos misterio en la precisión comunicable que en lo indecible…

La casa cansa y descansa.

La lengua es el arma del alma.

Claridad: caridad con ele de logos.

En el principio estaba la Palabra, no el concepto.

Todo arte es narrativo.

La virtud perfecta es tan natural en la excepción como en la norma.

Para el autoritario lo excepcional es lo normal. Para el liberal lo excepcional es siempre rechazable y hasta imposible. Para el clásico, lo normal es lo deseable; lo excepcional, inevitable.

Paradoja: la deliberación racional pública es un mito.

Ser conservador es sinónimo de acatar toda revolución que ya haya sucedido, y no apoyar ninguna de las que debería suceder.

Hay una gran diferencia entre el conservador elegíaco y el conservador celebrativo. La que media entre el reaccionario y el conservador.

Toda filosofía política es una filosofía de la historia. Toda filosofía de la historia es una teología de la historia.

Teología de la historia: lo peor está por venir. Lo mejor está por volver.

La política es la continuación de la teología por otros medios.

La ideología es ideolatría.

El exceso de organización es un desorden.

Reinar no es figurar. Reinar es figurar.

Para el cristiano es difícil saber si pone ladrillos del Reino o de Babel, pero sabe muy bien que no puede volver al Edén.

Los cristianos damos a beber vino nuevo en vasos rotos.

Cristo colma nuestra esperanza, desafiando nuestras expectativas.

Dios ha muerto. Y está a punto de resucitar.

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sábado, 19 de agosto de 2023

Novena bernardiana

 

Memoria del Beato Guerrico de Igny, monje O. Cist.



Al comenzar la Novena a San Bernardo de Claraval, que concluye hoy, decidí subir cada día un fragmento breve sobre el abad cisterciense a la antigua red social Twitter. Hace unos años me tomé la libertad de redactar una novena a Léon Bloy seleccionando frases de sus Diarios. Decidido a repetir el procedimiento, me encuentro al cuarto día, en que incluía una brevísima referencia bloyana, con el interés del Oratorio de San Felipe Neri de Alcalá por la fuente de tal Novena. Quedé desconcertado de entrada. Dado su ruego, al completarla, me siento en la obligación de dedicársela.

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Parecería que la Novena fuese solamente un ejercicio de devoción tradicional, como una caricatura del tópico reproche erasmista contra la superstición de las oraciones vocales repetidas por costumbre y con una finalidad mágica. Nada más lejano del recto sentido trinitario, tres veces tres, con que el fiel emprende un camino de ascesis encomendándose a Cristo y a su Madre también a través de los méritos de sus santos.

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Una Novena exige ascesis. Es un tiempo que, en medio de las ocupaciones diarias, nos arrebata de sus limitaciones. Las transfigura liberándonos de ellas. ¿Qué mejor manera de orar que leyendo, meditando y contemplando? Como sacramental, la Novena es liturgia de lo cotidiano.

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Cuando veinticinco años atrás comencé a estudiar los oracionales del siglo XVI, me llamaba la atención la condescendencia con que muchos filólogos y teólogos despachaban, a favor o en contra, la falta de originalidad o las carencias académicas de los escritores monásticos. No se daban cuenta de que, mientras ellos sabían de letras y del Espíritu, estos sabían las letras del Espíritu.

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“Mi” Novena a San Bernardo no es filológica. Acumula, organiza, rehace los textos como intertextos de una búsqueda. Crea un texto no como un collage, sino como un flujo significante. No hay experiencia sin una escritura. Mejor dicho, sin leescritura. Todo diálogo es una lectura que escribe, una escritura que (re)lee.

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Bernardo de Claraval, como todo hombre, contiene un misterio. Siendo este de una deslumbrante ambigüedad, concede a quienes se acercan a él el don de esforzarse por comprenderse mejor a sí mismos. Al escribir sobre él, intentan alumbrar sus secretos propios. A través de ellos, indirectamente, indago también en los míos.

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Conocerse a uno mismo no es sólo un imperativo délfico. Polvo soy y en humo me convertiré. Bernardo enseña que el conocimiento de sí es la práctica de la humildad. Una Novena a san Bernardo debe pedir esta gracia con la confianza de que, al pedirla, la recibirá en su mismo ejercicio.

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Comienza mi Novena con la oración de S. Bernardo Memorare, o piissima Virgo Maria. Le sigue la lectura de los fragmentos aquí propuestos, algunos de los cuales casi puedo recitar de memoria por haberlos rumiado en tantas ocasiones. Tras el Pater noster, Ave Maria y Gloria, la plegaria final: Sancte Bernarde, ora pro nobis ut digni efficiamur promissionibus Verbi Dei.

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Primer día: Dom Jean Leclercq, San Bernardo y el espíritu cisterciense.


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Segundo día: André Malraux, Los robles que caen (referencia a Charles de Gaulle)


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Tercer día: Thomas Merton, San Bernardo, el último de los Padres.


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Cuarto día: Léon Bloy, El mendigo ingrato.


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Quinto día: José Jiménez Lozano, Guía espiritual de Castilla.


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Sexto día: Rémi Brague, San Bernardo y la filosofía.


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Séptimo día: Étienne Gilson, La teología mística de San Bernardo.


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Octavo día: Dante, Purgatorio XXIX.


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Noveno día: San Bernardo, Sobre los grados de humildad y soberbia.


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miércoles, 9 de agosto de 2023

El hebreo aullante

 

Memoria de San Famiano de Galese, eremita y monje


Un barco naufragado,
Carlos de Haes (1883)

En varias ocasiones he relatado la emoción con que compré mi primer libro de poesía. Sigue estremeciéndome aquel joven desgarbado, de paso presuroso, en posesión de un secreto tesoro del que nadie podría desprenderle. Allí donde empezaba una historia podía proteger su memoria.

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Mientras roturo la crisis de los cincuenta, agachado en el huerto, ha sonado una campana en la puerta de la clausura. Entre las rejas se dibuja la silueta irónica del púber que fui. Sigue escondiendo su angustiada vulnerabilidad tras una sonrisa lacónica. Caigo en la cuenta de que, sin esperarla, se ha adelantado a mi llamada. Ha acudido como si supiera que aquella galerna de vigor físico y de sentimientos bizarros que azotaba su existencia hasta desarbolarla necesitara fondear en el lago maduro y cansado de su hijo, yo, hoy.  

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Creyó con una ferocidad irreal en un orden usurpado. Con lágrimas sepultó a conciencia sus ruinas más ardientes. Regresa ahora adonde fundé - ¿fundí? – su sueño. Donde fue Telémaco soy su Odiseo.

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Nos sentamos en el refectorio. Escuchamos la melodía de nuestros silencios. Cruzamos casualmente miradas esquivas mientras continuamos leyendo en el escritorio. Con un giro amplio y discreto extiende a veces muy lentamente su mano en el aire, como si trazase un signo, observándola de soslayo. Sigo el movimiento sin lograr descifrarlo. La cifra debe de encontrarse dentro de mí. Desisto, descorazonado. Mantiene una calma que entonces le habría enfurecido. Vuelve a girar el signo en su mano.

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Emergen de adentro, con contornos leves y espaciados, anécdotas entretejidas con el hilo sutil del destino que forja el carácter bajo apariencias circunstanciales. En otro lugar insinué cómo me afectó la honda recta de una carretera en herradura durante una interminable tarde azul de otoño castellano. Acudía a la profesión de los primeros votos de mi primo más cercano. Con diez u once años le había oído dar la noticia de su ingreso en el Noviciado como si perfilase en mi fantasía infantil las facciones de un «peregrino». No era como casarse: salir de una casa para entrar en otra. Navegante del intramundo, me parecía que se enrolaba en una tripulación que de tanto en tanto regresaba de una temporada en altamar. Aquella puesta del sol inabarcable, fresca, prístina, cabe Villagarcía de Campos, junto a la familia, continúa formando ondas concéntricas en el recuerdo de una fe nómada. Memoria de Santa Teresa de Jesús, 1983.

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Durante un par de años mi primo pasaba por casa desde Salamanca. Iba a buscarle a la plaza del Ministerio de Asuntos Exteriores que tanto había fantaseado de la mano de mi madre. Con un gesto de familia, en él tan acentuado, echaba la cabeza hacia atrás mientras le estallaba la risa entre los dientes. Empezaba a admirarlo. Años después nos peleamos, creo, por un quítame aquí ese poeta. En realidad, manteníamos una discrepancia vital muy profunda, mutua e inconsciente. Sólo que le sigo queriendo como entonces, como antes, con el cariño denso, silencioso, fermentado en la barrica de años que parecen haberse olvidado. Guardo ahí, idéntico, el sabor ronco del diminutivo que sólo ya reconozco, audible y lejano, en su voz y en la de sus hermanos.

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En una de esas visitas, por el otoño o el invierno de 1984, mi primo puso en mis manos, de regalo, el libro de poemas que leería entero por primera vez: Versos y oraciones del caminante, de León Felipe. Sin esos versos y esas oraciones de las que renegué años después no habrían llegado todas las líneas escritas hasta esta poética monástica que profeso como puedo. Nunca he tenido reparos en confesar que leí paradisiaco a Vicente Aleixandre, o con dulce desesperación a Pedro Salinas, y arrebatado, sobre todo arrebatado, a Bécquer y a Juan Ramón Jiménez que tan puro, tan exijente, tan alerta, en el primer fragmento de Tiempo se refería al autor de Ganarás la luz como “el aullante hebreo”: “Qué caso éste y qué pobre este León Felipe”. He tardado cuarenta años en atreverme a abrir sus versos y oraciones de nuevo. Y los he leído con arrepentimiento y con alegría, porque no me han guardado rencor, tan claros también, tan limpios, a veces tan ingenuos. En su corriente he vuelto a ver reflejado, intacto, el ritmo asonantado y postromántico y algo existencialista al que sola mi alma se sentía, entonces, capaz de seguir. Me sorprende que todavía ahora resuenen en ella sus ecos susurrados. Por nosotros, Tomás, gracias a ti, los reconozco.

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Siempre he sido muy reservado sobre las experiencias espirituales. Las explicaciones defraudan tanto como suelen ser tergiversadas. Nunca me ha parecido interesante exhibir las desnudeces morales que tanto apasiona magrear en las escuelas o en las parroquias. No testimonian nada. Cohesionan grupos, simplemente. Se prostituyen. Pero quién se atreve a decirlo. Merece la pena si se posee la capacidad alquímica de permutar la ganga sentimental en oro poético. No es mi caso. La primera vez recibí la gracia de no ver nada, ni de oír nada, ni de sentir nada que pudiera ser obligado a compartir. Nada, nada, nada. ¿Una mística apofática? Al contrario. Literalmente, fue una experiencia gramatical. Hasta entonces había tenido dificultades en distinguir los diferentes tipos de oraciones subordinadas adverbiales. Una tarde de mayo, solo en mi casa, se me revelaron las consecuencias de las comparativas y viceversa, la finalidad del modo, las condiciones de las concesivas, el tiempo de las causas... Nada extraordinario. Simplemente noté que me ponían en las manos un mapa del tesoro que sólo yo podía -o no- encontrar. Lanzarme a la aventura del Logos era como vender todo lo que pudiera poseer para poder adquirir la piedra preciosa que no pertenece a nadie. Intuí que la poesía era la senda angosta y cierta que debía recorrer. Cogí un papel y escribí mi primer poema de apenas unos diez versos con el eco que tenía más a mano: León Felipe. Un puro balbuceo que oteaba lo por venir. Lo releo de tanto en tanto en diagonal, pudoroso. Memoria de san Mayolo de Cluny, 1985. 

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Arrebujado en el extremo del coro, con el pelo hirsuto, los ojos consumidos en una lejanía en llamas, las manos en los bolsillos de una marinera descolorida, me acerco hasta él con sigilo. Aprieto cálido su antebrazo como si fuera un saludo distante. Alza azorada la vista. Nuestra mirada se detiene en este instante.

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martes, 11 de julio de 2023

Un libro en suspenso

 

Memoria de S. Benito, abad

 

Homenaje a Victoria, Tolstoy, Joselito y Juan Ramón,
Ramón Gaya (1987)

Desde hace unos meses, cumplida la ruta editorial de Poética del monasterio, algunos amigos me preguntan si ando preparando otro libro. Me escabullo. Temo la carga del escritor obligado cada par de años a publicar un volumen que recoja artículos dispersos, embutidos en la lamparita mágica de una antología que algún lector debiera descubrir, arrumbada, en la esquina de un bazar. ¿Contendría algún provecho ese libro o será sola la tabla en que bracea, náufrago, su autor?

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Las ideas, las notas y hasta los capítulos de los mejores libros que hubiera soñado escribir flotan como pecios apilados dentro de carpetas de las que no me atrevo a deshacerme, reverente y supersticioso. Las observo y jamás las abro. Fetichista, acaricio las rugosas fichas a rayas que no he dejado de coleccionar durante treinta años.

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Conservo el libro inédito de juventud. Bajo el rostro de aquel dios, nació Cavalcanti. No pude publicarlo. Guardo con una fidelidad inquebrantada la ausencia irradiante de sus lectores de entonces.

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Leo en San Juan Clímaco: “El vanidoso es un creyente idólatra: parece honrar a Dios, pero busca agradar a los hombres y no a Dios”. Se apoderan de mí los escrúpulos ensimismados del silencio. Sigo leyendo la Escala: “Gran cosa es sacudir del alma las alabanzas de los hombres; pero mucho más sacudir las alabanzas de los demonios”.

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(T. S. Eliots, Choruses from The Rock, 1934)

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Durante los dos últimos años he ido escribiendo con cierta regularidad semblanzas de escritores españoles en la revista Centinela. Alcanzado el número de trece, y a la sombra de los poetas, han emergido las claves que han guiado sus vaivenes. Ay, es una antología, y oh, tal vez custodie algo más. Se titula Antimodernos españoles.

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“Tomando como referencia la conocida obra de Antoine Compagnon, sus capítulos recogen el perfil de ensayistas, narradores y poetas cuya posición política y estética desafía las etiquetas ideológicas más rígidas. La nómina incompleta y personal seleccionada muestra la riqueza «conservadora», «secreta» y «cronoclasta» de una reflexión que ha puesto en jaque la asociación de modernidad y progreso en nombre de las libertades y la tradición.”

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Ninguno de mis libros más míos ha dejado de ser jamás un palimpsesto.

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Concluyo el libro encabezándolo con una cita encontrada por merodeo. Su opaca claridad me hace dudar un instante. Consulto al joven compañero que a esas horas todavía sigue en el despacho. Lee y alza la vista, perplejo: “¿Buscas que el lector no sepa dónde entra?”. Rendido, asiento. No concibo ofrecer otra lectura que no sea la aventura por una selva intrincada en donde se cuela la sencilla y última luz de la tarde. No deambulo por los laberintos de mi inteligencia, sino por la abigarrada senda de mi memoria. Agotado, no desisto de mantener en alto la voluntad de significar un mundo imaginario y enigmático que aún podamos compartir. Su forma intenta, desesperada, retener el eco de una verdad que, aun condenada a esfumarse, no lo desvanecerá.

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Nos hablan del poder porque les falta,

y de la libertad porque les sobra.”

(Julio Martínez Mesanza)

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jueves, 25 de mayo de 2023

Lograr el amor es alcanzar a los muertos

Memoria de S. Beda el Venerable, monje

 

La Muerte,
Marc Chagall (1908)

En las pocas ocasiones que he coincidido con Álvaro Petit, he admirado su tímida calidez. Habla a media voz. No grita. Tampoco calla. Escucha atento, con distancia suave, dispuesto a comprender mejor y reservarse lo justo. Camina ligeramente inclinado hacia delante, como si estuviera casi ensimismado. Arrastra un peso muy íntimo que no le impedirá seguir caminando. Le envuelve una levísima melancolía. A través de esa nube se cuelan los rayos de una circunspección moral y poética que le dotan de una prematura gravedad. Acaba de publicar el poemario Lograr el amor es alcanzar a los muertos.

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Es un libro sobre la muerte del padre, de su padre, del sentimiento de orfandad ontológica al que la pérdida del origen misterioso y real, inmediato y físico, de nuestra existencia nos abisma. El poeta canta, en nombre propio, la singularidad irrenunciable que a cada uno concierne. Lo hace con emoción verdadera y tono seguro. Llora, no plañe; se desgarra, no se derrumba. No debiera pasarse por alto la interrogación última que plantea sobre la finitud personal. La esperanza sólo acaba brotando de la experiencia honda, sin fondo, de la angustia.

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El título, tan rotundo, exige ser meditado. No se trata sencillamente de articular la memoria del padre en las palabras que el dolor va decantando en sus versos. No, este libro no se acoge simplemente al sagrado del género elegíaco. Se recoge en él mientras, en el camino interior de su duelo, busca insomne acariciar los perfiles de la ribera definitiva que el padre muerto ha dejado como su última huella en la conciencia del hijo. El lector va descubriendo que no basta con el amor, que consumarlo, en forma de una paradoja casi barroca, de intenso dramatismo conceptual, consiste en dar alcance en la muerte a la plena realidad de los muertos. “Somos nación en ella”, dice el poeta en el primer poema. Vida y muerte, pérdida y herencia, trascienden los significados que la búsqueda poética habrá de afrontar de un modo radicalmente nuevo: “todo otro, más ardiente”. Lo otro: la sangre, los números, el alfabeto.

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En una entrevista reciente Álvaro Petit afirma que “el pórtico a la madurez es la propia muerte”. La muerte del padre empuja a su umbral: “Ahora soy tu muerte / y el presagio de la mía // y apenas alcanzo a contenerme”. Con ella muere en nosotros algo que, como una luz apenas intuida, sólo puede arrancarnos un lamento: “en que nada de lo que tú eres he tocado”. Es preciso releer la última sección, “Alcanzar a los muertos”, para percibir esta dimensión entretejida de la experiencia personal y la reflexión compartida: “Lograr el amor es alcanzar la muerte, / ser como ellos: dejar de ser para ser por siempre, / morir en otros y serlo todo en todas las cosas”.

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Jorge Freire escribe su prólogo aludiendo a la polémica platónica entre poetas y filósofos. El poeta, al crear, engendra en la belleza y, al engendrar, anticipa su descendencia. “Poiesis es, más bien, una progenie”, sentencia. Freire apunta en el caso de Petit los nombres de fray Luis, Cernuda y Bousoño, con reminiscencias de Unamuno y Wilde. Yo, que lo veo muy vasco y andaluz, percibo también, entre ecos de las lecciones sonoras que la poesía española de posguerra había heredado del 27, la tensión de las figuras afectivas y de pensamiento con que sus principales poetas quisieron saturarlas, como si la apasionada contención de Luis Rosales se hubiera fundido en la rigurosa furia del primer Blas de Otero. Cada una de las secciones de que está compuesto el libro – “En la muerte del padre”, “Oficio de tinieblas”, “Poemas de la casa sola”, antes de concluir con la citada “Alcanzar a los muertos”- constituyen un paso – una estación- de ese itinerario indesligable que transita entre la elegía y lo existencial, entre lo que la palabra debe descubrir de nuevo, ciega, sin descanso, y lo que la vida (y la muerte) sostienen, transparentes, deslumbradas, en ella.

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Dada la naturaleza monástica de este blog, no puedo concluir esta insignificante reseña sin aludir a la lectura de un salmo que cada viernes en la hora de Completas me alcanzaría con una seriedad indescifrable si no fuera un consejo evangélico la oración continua: “¿Harás tú maravillas por los muertos? (Pausa) / ¿Se alzarán las sombras para darte gracias? // ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, / o tu fidelidad en el reino de la muerte? // ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla, / o tu justicia en el país del olvido? // Pero yo te pido auxilio, Señor; por la mañana irá a tu encuentro mi súplica” (Sal 87,11-14). En esa “Pausa” está contenido acaso el núcleo de nuestra humanidad. Es la pausa que abre el interrogante de la poesía comprometida con la música del (sin)sentido que define nuestra naturaleza frágil e indeclinable. Es la pausa que, adversativa, no se cansa de elevar una súplica y un canto, el conato de una confianza indesmayable nunca extinguida del todo y siempre inflamada. Abrumada o perpleja, es la pausa de la respiración que un libro como el de Álvaro Petit se esfuerza en serenar.

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viernes, 14 de abril de 2023

La luz del Nombre


Viernes de la Octava de Pascua 



Ahora que la difusión de Poética del monasterio ha concluido, algunos amigos se interesan por mi próximo proyecto letraherido. Me cuesta confesarles que estoy entregado a un descanso sabático. Leo, sigo meditando, repaso reposando. Nunca, o casi nunca, me he propuesto escribir un libro. De repente entre aquellas notas dispersas que hubiera agavillado descubría una ligazón en espera de desarrollo. Del modo más radical, Poética del monasterio se me impuso como un título. Todo el libro estaba contenido en esas tres palabras. Debió esperar casi cinco años hasta que me atreví a acogerme a sus espacios blancos, como el hábito del Císter sobre el que se grabase el escapulario de mi escritura.

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Ando aprovechando la coincidencia de requerimientos académicos con obligaciones amicales para ir pergeñando un volumencillo antimoderno, español, a caballo entre la crítica y la semblanza. Contiene un algo de ejercicio de estilo, a carboncillo, preso de una seriedad agitada, incluso divertida. Trazan sus líneas un sfumato de mis preferencias literarias. Tal vez tuviera razón un alumno que me decía hace un par de días que advertía en mí un gusto – ¿romántico?, ¿neoclásico? - por escarbar entre las ruinas de lecturas olvidadas.  ¿Es acaso la tentación barroca que no logra resistir la virtud gótica perseguida por mi estética claravalense?

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Me impresionó mucho un comentario de Álvaro Petit bajo un sol limpio, primaveral, madrileño. ¿Por qué no escribir simplemente un libro de principio a fin, sin ensamblar materiales previos? Me ha parecido un recordatorio monástico. Lejos de distracciones, concentrándose en lo esencial, regresar adentro, apartado del tráfago cotidiano, asumir su olvido, tomando distancia del mundo para pensarlo mejor.

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En estos últimos meses voy rezando partes del Oficio mientras camino de ida al trabajo y de vuelta. Los salmos empiezan a resonar misteriosamente en recovecos en penumbra de mi alma. La recitación itinerante cierne sus detalles por el movimiento de una respiración entrecortada. Entreveo entre la justicia y la gloria de Dios, más que una procesión, una correspondencia íntima. A la madurez quizás me haya llegado el momento de reconciliarme – o no- con Platón a través del Aquinate.

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Poética del monasterio culminaba asomándose al sepulcro en la soledad del Sábado. Tal vez sea la hora de adentrarme en la oscuridad hacia la luz, con una confianza que me obligue a imprimir la esperanza de S. Bernardo: “Aspirará el día y respirará la noche”. ¿Acaso es éste el comienzo de una nueva peregrinación? El rostro de Dios no puede reducirse a una imagen – o un concepto-. Está grabado en la Palabra. De ella emana la luz de su Nombre.

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miércoles, 5 de abril de 2023

Objetor de conciencia

 

Miércoles santo

 

Segundo interrogatorio de Cristo ante Pilato
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

Hace veinticinco años andaba cumpliendo la prestación social sustitutoria. Siempre he respetado, sin replicar, el reproche de que la objeción de conciencia era un atajo para pasarse sentado en la mesa de una biblioteca pública nueve o doce meses en lugar de obedecer una obligación patriótica. Prefiero evitar en este caso las parodias, pues sé que, como las armas, las carga el diablo. Además, nunca he sido pacifista ni antimilitarista. Obré entonces como creí, sin dar explicaciones.

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No me suele gustar hablar de aquel periodo que coincidió con el inicio de una etapa larga y dura de mi vida. Sin embargo, hace unas semanas el interés de unos alumnos jóvenes, que no sabían tan siquiera que sus padres habrían debido de realizar algún tipo de servicio militar o civil, me obligó a rememorarlo.

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Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús le dice: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz»” (Jn. 18,37). Fue tal la conmoción que experimenté al leer este pasaje que me declaré al cabo de unos meses objetor, cuando nada podía hacer suponer que un hombre “de orden”, como se suponía que era, quisiera esquivar la mili. En lo accesorio pude equivocarme; en lo sustancial jamás he dudado. Simplemente me di cuenta de que no querría servir en adelante más que en la guardia de tal “rey”.

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Tras haber terminado la tesis doctoral y haber conseguido una beca de seis meses para los Estados Unidos, me llegó la llamada para incorporarme a la PSS. A diferencia del servicio militar, no se podía elegir el reemplazo. Estaba tan decepcionado de todo que había dejado en manos de la Providencia el ser enviado adonde tocase. En lugar de irme a Massachussets, me tuve que presentar en una asociación de vecinos de un barrio muy castigado. Había sido fundada y estaba dirigida por militantes del PCE. El primer día, en fila, como si estuviésemos en formación, el secretario nos fue preguntando a los primeros objetores que habíamos recalado allí qué sabíamos hacer. Uno trabajaba de obrero cualificado; otro estaba cursando estudios de diseño. Al llegar a mí, le contesté que era filólogo. Me miró con el ceño alzado y desconfiado y me preguntó: “¿Y eso para qué sirve?”. Sin una pizca de ironía, con una convicción abatida repliqué: “Sé leer y escribir”. Perplejo, aquel hombre retrocedió un paso sin dejar de mirarme fijamente. Por un instante creí que me insultaría. Musitó: “Pues tú escribirás por nosotros”.

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Era entrar en aquel bajo al final de toda una larga cuesta y empezar a escuchar gritos, protestas, insultos, blasfemias, risotadas… Me pasaba toda la mañana cursando solicitudes al Concejal Presidente del Distrito, rellenado instancias, elaborando informes y memorias, escribiendo discursos sencillos…, siempre bajo las instrucciones de la Presidenta. El secretario le llevaba el impreso para firmar. A través de la pared se oía: “Esto es muy fino. Pero, ¿dónde pone cabrón?”. “Que te va a escuchar, que te va a escuchar”. “¿Y a mí qué cojones me importa?”. Venía el Secretario a decirme: “Está bien, pero le falta garra. ¿Me entiendes?”. Con una gente muy curtida, muy ofendida, muy humillada, aprendí el precio de una lealtad que no era nada fácil mantener, pero cuyo código seguían con integridad. A veces, cuando aquello amenazaba irse de las manos o llegar a las manos, la Presidenta mandaba pasar revista y nos lanzaba toda clase de improperios: “Os mandaba a la mili a cavar piedra, panda de cabrones. Lo mínimo que deberíais tener es conciencia de clase. Aquí todos somos trabajadores”. Se paraba entonces y se dirigía a mí: “Menos éste, que va de moderadito, y tiene los cojones de enfrentarse conmigo por sus ideas. Y eso yo lo respeto”. Tales cumplidos no me ganaban ninguna simpatía.

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Cada domingo al atardecer, pensando que al día siguiente debía volver ir allá, me entraba aquello que mi madre denominaba “pasión de ánimo”. Sin trabajo, sin futuro entonces, decaído, con los sueños intactos, sin poder pensar en ninguna vida en común con ninguna de las chicas que conocía y que parecían decirme “cuando te aclares con lo que quieres hacer de tu vida…”, como una especie de hippie malgré moi, a quien algunos amigos empezaban a preguntarse si despreciar, mi padre insistía en que no debía abandonarme sino seguir yendo cada tarde a la biblioteca del CSIC. Empecé a leer a todos los erasmistas y alumbrados, franciscanos, dominicos y jesuitas del siglo XVI que habían tratado la oración. Para rematar, acabé enamorándome fatal e insensatamente. ¡Qué años! Perpetré todos los errores previsibles. No obstante, nunca he olvidado dos lecciones de entonces: Sé leer y escribir y Él es mi rey.

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Habiendo ya pasado por Londres, cuando todo volvía a desmoronarse, siempre objetando cualquier orden dispuesto a acoger mis servicios, reclinado bajo un olmo, con una camiseta solidaria dada de sí y unos vaqueros desgastados, vi a una chica que me observaba de soslayo. Me confesaría más tarde que había sentido piedad. Contempló a un tipo al que parecían haber apaleado, a punto de darse por vencido y en el que veía brillar al mismo tiempo, con una extraña intensidad, una fuerza interior que se resistía a apagarse. Nos casamos un año después.

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