martes, 28 de junio de 2022

Dos edades y tres cuadros

 

Memoria de S. Ireneo, ob. y dr.

 


Desde que he llegado a la cincuentena me asaltan con frecuencia recuerdos de la adolescencia. Hasta hace casi nada solía juzgarlos, inflexible o condescendiente. Cada vez más me noto juzgado por ellos, con sorpresa y paciencia. El hijo que fui se ha convertido en el padre que soy, como si se reflejasen mutuamente. Nuestros temperamentos han empezado a descubrir que no les asusta soportarse con templada caridad. Han recobrado una imprevista intimidad que prevén larga y, quizás, honda.

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Leo con detenimiento los pocos capítulos dedicados en el Convivium a las cuatro edades que el hombre noble está llamado a vivir. He meditado un par de pasajes en especial.

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Dante establece las habituales analogías entre las etapas de la vida y las estaciones del año o los humores y sus efectos. La adolescencia primaveral es cálida y húmeda, mientras que la otoñal senectud se asemeja al frío y la sequedad. Como si pudiese trazarse un diagrama en cruz, ambas se extenderían en el horizonte de la existencia. Humanas, estarían atravesadas en vertical por la plenitud aérea de una juventud que se acabará disolviendo en la anciana tierra.

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Este tipo de alegoría gnóstica que siempre me fascinó ha perdido interés al lado de otra comparación dantesca sobre las horas del día. Por una sola alusión, me he visto transportado a la realidad litúrgica (¿escatológica?) que también la vida oculta como el campo donde está escondida la perla preciosa. Si el momento culminante del mediodía juvenil coincide con la Crucifixión de Nuestro Señor, la senectud debería prolongarse aprendiendo a descansar incomprensible hasta el atardecer. ¿No es natural que las dos grandes horas del día estén secretamente reflejadas por las Laudes y las Vísperas?

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Sigue Dante desarrollando en su exposición las cuatro cualidades que cada edad debe desplegar. Ojalá entre mis dos nuevas edades se establecieran unas sorprendentes correspondencias que perdonasen los defectos de ahora y de entonces. Que a la obediencia le acompañase cierta prudencia de juicioso consejo. Que la justicia de mis actos lograra cubrir con pudor sus pecados. Que el respeto no temiera repartirse generosamente entre extraños y propios. Que al adorno del cuerpo le bastase la afabilidad del trato, lacónica y no distante.

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A veces, mientras descanso, mi mente sobrevuela entre palabras e imágenes. En los últimos días, con insistencia, han regresado en distinto orden, con regularidad, el recuerdo de tres cuadros. He intentado prestar una atención simple a sus razones. Quizás en ellas no se den una condensación tan inconsciente como habría creído o querido, ingenuo, en mi última adolescencia. A finales de los ochenta, las visitas de tres exposiciones sucesivas impresionaron vivamente mi imaginación. Esas pinturas se han cargado de un voltaje emocional al que me acerco temeroso, como si, heladas por el paso del tiempo, pudiesen quemar mi mano con sólo apoyarla sobre su superficie. Durante años sus carteles adornaron mis cubículos de estudiante. Acaso también rebosantes de un empedernido romanticismo, hablan sobre la sensibilidad inconsciente de la memoria y el amor, la luz que apenas se distingue en la revelación tanteada, la oscuridad magmática que, abstracta, desesperada, acabará emergiendo, nocturna y clásica, en la esperanza más fiel y clara.

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Memoria (1948),
René Magritte

Norham Castle (1845),
J. W. Turner

Sin título (1969),
Mark Rothko

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domingo, 5 de junio de 2022

Pentecostés monacal

Fiesta de Pentecostés


Pentecostés,
Duccio di Buoninsegna (1308)

Debo a Ángel Ruiz una lectura a fondo, amical, de mi Poética del monasterio. Una lectura complacida, no complaciente, atenta a los detalles, dispuesta a dejarse convencer hasta donde le es posible, sin temor a indicar con libertad sus insuficiencias o a reconocer los límites de su entendimiento. Una lectura con notas en los márgenes, sin abstenerse de la sutil delicadeza de la corrección irónica, como en un sfumato. Una lectura «monástica». Ángel Ruiz no se ha limitado a visitar el monasterio de mi Poética. La ha interrogado y la ha cuestionado. Ha acertado a descubrir que ni el halago ni la condescendencia sirven para enfrentarse a ella. Ha recorrido sus muros silenciosamente y ha asistido a su Oficio. Ha respetado su clausura acogiéndose a su hospitalidad. Ha comprendido que el monasterio es un lugar de paso para el huésped y un lugar de estabilidad para el monje. Gracias a sus perplejidades, he entendido que debía reconstruir una de sus estancias.

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Decía en otras entradas que el autor tiene el deber de crear su comunidad de lectores. Es preciso que, bien adentro, sea capaz de resonar la silenciosa campana de llamada a la celebración de su Oficio. Los fallos de su obra quedarán así absueltos por la caridad de sus lecturas. Es muy probable también que ninguna editorial apueste por esos cincuenta, cuarenta o veinte fieles. Quizás, en atención a sólo diez, habrá sido construido este «monasterio»

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La pregunta insistente y leal de “¿por qué un monasterio hoy?” me ha llevado a indagar la respuesta en el método exegético de los cuatro sentidos. La modernidad, tan historicista, sólo es capaz de entender el sentido literal. El símbolo, reducido en última instancia a un mero tropo, es simplemente una manera figurada de hablar. La modernidad no se ha tomado nunca demasiado en serio la poesía. Más bien, se la ha tomado a beneficio de inventario. Con el lenguaje de los deseos la verdad no es menos imaginaria. Escéptico, el moderno teme que el símbolo desborde -trascienda- su concepto de realidad. La imagen no mancha el concepto. Apunta más allá de sí mismos.

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Observo cada vez con más detalle la pintura del siglo XIV. En ella se anuncian las transformaciones que acabarán eclosionando en el Quattrocento. Entre Giotto y Duccio di Buoninsegna van deshaciendo en un sentimiento nuevo la conciencia de una realidad llamada a transfigurarse. Ramón Gaya sostuvo que “ser creador es eso: obedecer”. Aplicarles otros criterios es desobedecer su originalidad. Un artista jamás es un precursor. Al regresar a su enseñanza, se palpa la seguridad que domina sus incertidumbres. Sólo así es posible aceptar, compasivo, las propias.

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Poética del monasterio es también la historia de una historia: el deseo de formar parte de una tradición olvidada; anudar su hilo roto. ¿Un remiendo? No; la huella de su herida. Tal vez sea ese hibridismo su falla más profunda y el afán de su piedad más sincera. Dotado del instrumental de la autopsia académica, debe dejarse atravesar por el soplo primaveral de una escritura hibernada. No practica la arqueología; decide exiliarse del exilio de ese pasado para que, en su nombre, puedan sus puertas abiertas y escondidas seguir dando hospitalidad en el futuro, aunque sea a un solo huésped imprevisto.

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martes, 31 de mayo de 2022

Dios Nuestro Lector


Fiesta de la Visitación de María

 


Es el nuestro un mundo que no le gusta denegar. Reniega. Suele imponer sus decisiones mediante el silencio. No le gusta verse obligado a pronunciar una negativa. Le incomoda tener que dar razón de ella. El diablo se precipita al infierno sonriendo: “(Non) Serviam!”.

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Voy releyendo y reescribiendo algunas páginas de Poética del monasterio. Entiendo cada vez mejor los silencios que pudiera provocar. Aun con tristeza, debo reconocer que una parte de su éxito consistiría en que fracasase completamente por las razones equivocadas.

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Siempre me han parecido terribles y lúcidas las palabras con que Michel de Certeau daba inicio a La fábula mística: “Este libro se presenta en nombre de una incompetencia: está exiliado de aquello de lo que trata”. En nombre de los embalsamados principios de una razón académica o ensayística que se pronuncian con el timbre de una cacatúa ilustrada, observo muchos libros que se sienten en casa proclamando como su gran método el ejercicio de su incompetencia. Por supuesto, reciben un fugaz aplauso admirativo y unánime y aliviado.

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Busco el lector que salga, si no defraudado, inquieto de la experiencia de haberse alojado en mi monasterio poético; que no acabe de entender cómo se articulan sus partes; que observe las deficiencias del acabado estilístico tan variopinto; que discuta la insuficiencia de algunas de sus interpretaciones; que hubiese preferido una hipótesis clara y una argumentación trabada. Antes de empezarlo, también me habría gustado a mí saberlo escribir así. Me habría equivocado rotundamente, pero no me debería entonces responsabilizar de los errores que he cometido. Allí estaría un monasterio bien restaurado, con su huerta podada y su hospedería convertida en un amable resort donde negociar acreditaciones y acoger invitaciones para conferencias.

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Tras el cinismo de la deconstrucción y de la crítica cultural, ante las líneas anteriores cabría sonreír advirtiendo en ellas el típico dispositivo de autodefensa. En los términos del exilio, lo es, sin duda. Pero ¿no es posible concebir ya no la posibilidad sino la realidad del retorno? Reimaginar una poética monástica tal vez sea dado a quienes experimentan la melancolía exclaustrada. Como el hijo pródigo, es preciso recorrer el camino de vuelta, desandarlo, deshacerse de él mientras sus huellas siguen grabadas en nuestras plantas. Es preciso exiliarse del exilio: una empresa anamnética. Cabe recordar lo que quisiéramos olvidado -o, simplemente, estetizado-.

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No se trata de complacer al lector. Tampoco de disgustarlo. Una poética monástica se dirige a un solo interlocutor: Dios. En Él los lectores dictan Su juicio. El autor se entrega a la escritura sabiendo que la sentencia según el tiempo excede su historia. Los lectores reciben la obra como la celebración de un Oficio que no desfallece. Su diálogo gira torno a un eje que disloca su posición. No es el lector quien emite la condena, sino que en él debe obrar su inocencia el autor. No es el autor quien redime al lector, sino que éste absuelve su(s) fallo(s). Uno y otros reproducen a tientas y en comunión el gesto original de Dios: al crear van leyendo la obra; al leer, la ponen en obra. La leescriben. Valde bonum!

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domingo, 15 de mayo de 2022

La estrella inclinada

 

Memoria de S. Isidro Labrador



 

Como si fuera un apéndice de toda su poesía -aunque no lo sea, ni mucho menos-, en una edición nunca mejor dicho primorosa, acaba de aparecer Inclinación de mi estrella, la última entrega poética de Enrique García-Máiquez.

Tanto el retrato realizado por su hermano Jaime como la ilustración de José Mateos que encabezan el volumen reflejan dos de los rasgos más reconocibles de la trayectoria del autor que persisten con trazo rápido y seguro en estas pocas páginas: el autobiografismo entretejido por la autoconciencia literaria. Como ocurre en su obra entera, también aquí la vida debe entenderse como un libro que se abre, aunque su sentido sea menos que nunca tan transparente como pudiera sospecharse. En un poema de su libro Con el tiempo había advertido que "Siempre queda algo -no sé qué- que no se alcanza. / Será eso lo que soy". Sobrio, discreto, en los nuevos poemas roza levemente sus contornos, atento a la sola sintaxis de sus acontecimientos.

El lector de este cuaderno de poesía puede sentir al final un gozoso desconcierto. Feliz de encontrar aquilatadas las mejores virtudes de la dicción de García-Máiquez, terminará preguntándose qué unidad liga este puñado de poemas. ¿Son acaso una gavilla póstuma, con un valor casi antológico de los motivos temáticos y de los recursos técnicos que han caracterizado su poesía? ¿Sirven tan sólo de cierre a toda una etapa de veinticinco años de oficio poético, explicables básicamente en cuanto su conclusión?

Creo que no; no del todo. Cuando un tradicionalista mira atrás, empieza a anticipar el futuro que él mismo se ha empeñado en seguir cumpliendo.

Anunciada la aparición de su poesía completa en las próximas semanas con el título de Verbigracia, ¿es acaso la publicación que nos ocupa, y que pasará a formar parte de aquella, un capricho, una exquisitez para bibliófilos en el sentido más amplio y amical del término? Si no es en sentido estricto una obra exenta, sino dependiente del conjunto en el que se integrará y en el que adquirirá su sentido final, ¿por qué darla a la luz si apenas podrá dar unos pocos pasos sola? A tientas y tal vez apresuradamente, esta reseña se propone calibrar la inclinación de su estrella.

Quien conozca la obra de García-Máiquez sabe que, desde la portada al colofón de una tirada numerada y firmada a mano por su propio autor, ningún detalle resulta accesorio o meramente ornamental. Hasta la propia forma de la estrella que sustituye a la letra a induce a pensar en algo más que en un rasgo elegante del diseño editorial. Realistas y clásicos, la poesía como el diarismo de García-Máiquez siempre han estado atravesados por un conceptismo con destellos vanguardistas, capaz tanto de experimentar con el caligrama visual como con las dilogías verbales.

Más aún, el desengaño barroco, ante el que se acentuaba últimamente una sobria conciencia del memento mori, cobra ahora una nueva dimensión de serenidad humanista. Los ecos de Quevedo siguen vigentes, como en ese verso del primer poema que menciona las “presentes sucesiones de opiniones”, mientras el protagonista poeta, como participante de un acto académico, va fundiendo en la anécdota del instante, sin ninguna acritud, el tópico del beatus ille con los del menosprecio de corte y alabanza de aldea. Ahora bien, esa actitud inicial debe entenderse enmarcada entre sendas citas de fray Luis de León y del Quijote a cuya sombra se cobija la elección misma del sintagma que da título al cuaderno y que, desde su materialidad verbal, parece irradiar el sentido secreto, pero no necesariamente oculto, de todos sus poemas.

García-Máiquez ofrece así un ejercicio introspectivo de sencilla hondura, como si fuera realizado al vuelo, sin pretensiones. Entre el primero y el último poema, va reflexionando sobre la vocación y el oficio poéticos, precisamente en lo que de contrapuestos tienen con el papel social que él mismo debe ejercer como profesor, columnista, conferenciante e incluso como “poeta”. Jardín cerrado para muchos y abierto para pocos, no es la simple intimidad la que es el objeto de su reflexión, sino sobre todo cómo la construye la fidelidad a la palabra y cómo la palabra colma la aspiración a la verdad más plena y espiritual de la vida.

Poesía y amor, amor y poesía, indisociables, constituyen el tema básico de este breve poemario. El poeta ama a la esposa como a la tradición poética, y viceversa. Vivas, carnales, gloriosas, forjando sus sueños y su realidad hasta en los diversos niveles formales: de las soleás, los tankas y las coplas e incluso el hexámetro al epigrama, el epitalamio o la variación. Barroco, decíamos, y muy, muy modernista, entre Shakespeare y Emily Dickinson, pero con la lección de Bécquer y los Machado bien adentro.

Sin duda, esta obrita cumplirá su lugar en la próxima poesía completa de García-Máiquez, pero no le haría justicia considerarla solamente como un cierre de toda una trayectoria, pues, en su humildad, se convertirá en una clave para releer -para remontar- ese personalísimo itinerario.

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sábado, 16 de abril de 2022

Finis coronat opus

Sábado de Gloria

 

Las santas mujeres ante el sepulcro,
Fra Angelico (1450)


He conseguido cerrar la última página de mi Poética del monasterio el Jueves Santo. Poner punto y final -desde los exámenes de mi infancia- me procura un alivio preñado de gravedad.

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Al hojear mi libreta de notas compruebo que el Lunes Santo de hace un lustro sentí que la idea de su redacción había anidado. Todas las coincidencias –o no- del ritmo litúrgico que he querido explorar en tantas entradas me confirman que, definitivamente, he culminado un proyecto desarrollado durante una década. Desde la creación de mi primer blog hasta las notas dispersas de este otro, he trazado ya el arco de mi madurez. He alcanzado la meta de una peregrinación imprevista y necesaria, movida por la fe y cumplida por la esperanza. Sólo el amor puesto en cada paso podrá justificar secretamente sus resultados

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Diez años, tres ciclos. Tres libros en un libro solo. Donna mi prega, cuyos ecos se prolongaron durante algunos años más, marcó las lindes de la escondida Trilogía güelfa que se formó básicamente entre 2012-2015. Como un afluente, El peregrino absoluto (2016-2019) ensanchó su caudal hasta la desembocadura remansada en otro librito. Tres años más y la idea de una poética monástica fue cobrando forma a través de colaboraciones en El Debate de hoy. De aquel fondo ha ido emergiendo una escritura cada vez más puntualmente inédita.

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En unas semanas comenzaré a revisar el manuscrito de esta última jornada de mi larga peregrinación. ¿Se me afianzará la impresión de que es muy probable que permanezca impublicada? Léon Bloy se preguntaba: “¿Qué es un «escatólogo»?”. Frente a quienes aplauden las ideas y recomiendan a sus creadores cómo les puede ser más útil si se las expropian, Bloy se respondía: “Es un autor que no se vende. Un novelista que lanza cien mil ejemplares no es un nunca un escatólogo”. ¿Cuántos ejemplares debería tirar un ensayista? ¿A quién le importa si escribimos? A Dios, lector absoluto de nuestras esperanzas. En ellas funda el juicio de nuestra vida entera.

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Aun siendo una tradición perdida y olvidada, sacada en andas de tanto en tanto para justificar ambiciones minúsculas, la Poética del monasterio honra la herencia desheredada del evangelismo católico español pretridentino. Aquel fue uno de los esfuerzos más serenos de una modernidad alternativa, bien asentada en la espiritualidad medieval, que acabó fracasada. No, el Concilio Vaticano II no varió el rumbo. Cerró la vía abocada a la postmodernidad. En Roma finalizó la jornada de Trento. Ni burlados ni burladores, nuestro reino jamás fue de aquí.

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Entre líneas cito a conciencia y sin extrañeza los nombres de quienes han sostenido mi ruta: de Alonso de Orozco a Maurice Blanchot o Gaston Bachelard; de fray Teodorico de Apolda a Simone Weil o María Zambrano. Intento practicar su lección con espíritu monástico.

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¿Cómo resumiré el libro? Cediendo, escolástico, a la infernal tentación del abstract.


Poética del monasterio es un libro que gira sobre tres figuras fundamentales del imaginario occidental que parecen haber entrado en una crisis irremisible: el Padre, el Maestro, el Monje. Sobre las bases del asedio que sufren, reflexiona sobre los tres espacios que constituyen el horizonte social y antropológico que ha determinado su operatividad en nuestra cultura: el hogar, la escuela y la celda. Construida sobre la pauta estructural de las horas litúrgicas mayores (Laudes y Vísperas), a lo largo de sus siete partes intenta reseguir el hilo escondido de una tradición alternativa a la triunfante Modernidad. Incide ya sea sobre el papel de las potencias del alma en la elaboración de una pedagogía humanista, ya sea sobre la pervivencia de los mitos clásicos, grecolatinos y bíblicos, en nuestra concepción de la cultura. Procura aportar una nueva perspectiva sobre el asalto de la denominada ingeniería social a los fundamentos de la organización social a la que, con la voluntad de descartarla, se acusa de «tradicional». Así, entre las imágenes del Jardín del Edén y el saqueo de Troya se extiende la soledad del «sábado» como uno de los símbolos nucleares de la esperanza cristiana. Bajo el peso de la historia, ésta sigue vislumbrando ya, en toda la fértil ambigüedad del término, la «consumación» de los tiempos. Poder y autoridad, política y teología, experiencia y sabiduría, establecen el plano de un «monasterio» que es simultáneamente el itinerario de formación de este libro. La afirmación de una poética presupone la confianza inextinguible en que la sorpresa porque las cosas sean en lugar de no que no sean garantiza todavía, frágil y a escondidas, la transmisión silenciosa y efectiva de la vida y la creación.

 

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viernes, 25 de marzo de 2022

Nueva parábola del publicano y el fariseo


Solemnidad de la Anunciación del Señor

 

Interior del Templo en la parábola del Fariseo y el Publicano,
Dirck Van Delen (1658)

Caracteriza nuestra época la aplicación exhaustiva del principio de no-no contradicción. Uno de sus procedimientos más habituales consiste en reducir la categoría a anécdota, a fin de que la anécdota se convierta en categoría indiscutible. Cualquier argumento debe contener un tufo moralista. Sólo así nuestro nihilismo aquilatará hasta el extremo la inversión de valores que requiere su expansión. La fluidez no disuelve ningún binario, sino que los reutiliza. No afirma ni niega ningún ser. Jalea las simultáneas posibilidades de ser.

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En los ambientes eclesiásticos el principio de no-no contradicción se ha desarrollado a trompicones y con eficacia, entre pensamientos de almanaque piadoso y estampas de payasitos sonrientes. No es que lo “malo” se haya convertido en bueno y viceversa, sino que “lo” malo no puede dejar de ser bueno y “lo” bueno no puede esconder que no es perfecto. Fariseo, malo: rigorista, inflexible, soberbio. Publicano, bueno: dialogante, dúctil, humilde. Pero ¿acaso no es posible sospechar que, tras un fariseo, late el corazón de un publicano y que el disfraz publicano apenas oculta el enésimo truco autojustificador del fariseísmo?

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Si la fidelidad es tachada a menudo de infiel al espíritu, ¿debe aceptarse sin replicar que la infidelidad a la letra depurará la fe? Aun con temor, me atrevo a experimentar el procedimiento con una parábola evangélica, por si demuestra su “operatividad” (Lc 18, 9-14).

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Dijo también esta parábola a algunos que desconfiaban de los demás por considerarlos justos y se compadecían de sí mismos: «Dos personas subieron al templo a orar. Uno era publicano; el otro, fariseo. El publicano, erguido, oraba así exteriormente: “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque podría ser como los demás hombres: ladrones y adúlteros, y no como ese fariseo. Hago voluntariado todos los días en las redes sociales y pago el diezmo de todas mis emociones”. El fariseo, en cambio, encogido, se atrevía a levantar los ojos alrededor, y, sin darse golpes de pecho, decía: “¡Oh, Dios!, sana nuestros pecados”. Os digo que este subió a su casa ridiculizado y aquel no. Porque todo el que se lamente será ridiculizado y el que se ridiculice será festejado».

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sábado, 19 de marzo de 2022

Biblioplano

 

Solemnidad de San José, Patriarca


Plano de la abadía de Fontenay,
Lucien Bégule (1912)

 

He llegado a la redacción de las últimas páginas de mi Poética del monasterio. El ritmo se desacelera. Un sentimiento de impotencia me abate, como si se hubiesen agotado las fuerzas antes de alcanzar el fin. Deambulo entre sus páginas fatigado, apenas sin detenerme. Distraído a propósito, evito fijarme en los defectos de sus detalles. ¿Y si toda su construcción hubiera fallado?

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No temo haber exagerado la cita de autores desconocidos de nuestra tradición; ni haber utilizado un estilo entre ensayístico y académico; ni tan siquiera haberme empeñado en la defensa moral y anagógica de la familia, sin disculparme con adjetivos y sin haber logrado su objetivo último. He sopesado cada uno de esos motivos, desafiantes y suicidas, y he incurrido en ellos con plena conciencia.

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Recuerdo de joven que un antiguo compañero de colegio se me acercó con una chispa maliciosa en los ojos para espetarme: “He leído algo tuyo y me disculparás. La verdad es que no me ha gustado nada. Me parece muy malo”. Sin pestañear, le repliqué: “Nunca he confiado en tu gusto”. Esbozó el rictus de humillación que había saboreado por anticipado ver que se dibujaría en mi cara. Pasan los años y no consigo dominar mi temperamento.

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Un libro no es un museo, sino un espacio que debe ser habitado. Debe esperar que sus lectores culminen la tarea de proyectar la textura que hubiera querido para sí. Un libro a punto de estrenar es apenas una brizna de papel. Un libro leído y anotado, abandonado o de consulta, respetado o bajo maltrato, graba la huella del tiempo que había previsto.

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« Je puis bien aimer l’obscurité totale, mais si Dieu m’engage dans un état à demi-obscur, ce peu d’obscurité qui y est me déplaît, et parce que je n’y vois pas le mérite d’une entière obscurité il ne me plaît pas. C’est un défaut et une marque que je me fais une idole de l’obscurité séparée de Dieu. Or il ne faut adorer qu’en son ordre. »

(Pascal, Pensées).

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La belleza de un templo no se limita a la perfección de sus arcos o a la elegancia del ábside o a la solución de su cúpula. Con su visita los espectadores no justifican una obra; con sus oraciones, los fieles cumplen la misión que tiene encomendada. Recorro vacías las dependencias de mi monasterio y no dejo de preguntarme si alguna comunidad de solitarios acabará encontrando en ellas, aunque sea de paso, la función de hospitalidad y paz que habría deseado construir.

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“And for what, except for you, do I feel love?

Do I press the extremest book of the wisest man

Close to me, hidden in me day and night?

In the uncertain light of single, certain truth,

Equal in living changingness to the light

In which I meet you, in which we sit at rest,

For a moment in the central of our being,

The vivid transparence that you bring is peace.”

 

(Wallace Stevens, Notes Towards a Supreme Fiction)

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Cumplido y exhausto, permaneceré en él.

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