viernes, 22 de agosto de 2025

Josef Pieper y Tomás de Aquino, poetas


Memoria de Santa María Reina


El Triunfo de Santo Tomás de Aquino,
Andrea da Firenze (1366-67)

Mientras sigo dándole vueltas a mi Oficio de lectura, he empezado a leer un opúsculo delicioso de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, por sugerencia de mi amigo Carles Llinàs. En realidad, se trata de una colección de cuatro ensayos que la editorial Rialp acabó recopilando en un solo volumen y que ha sido reeditado en los últimos sesenta años hasta nueve veces. He quedado atrapado en la cita que encabeza la segunda parte titulada «¿Qué significa filosofar?» y que viene puesta bajo la autoridad de Santo Tomás: “El motivo por el que el filósofo se asemeja con el poeta es que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso”.

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No debería extrañar la perplejidad que esas palabras suscitan entre los comentarios españoles de Pieper. Se insiste que el alemán las atribuye al Aquinate, sin que sea posible rastrearlas en su obra. Se solventa remitiendo en abstracto a la Suma de Teología o a las diversas exposiciones tomistas de los libros de Aristóteles, en especial a la Metafísica.

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Comprendo el malestar neotomista. Por un lado, Pieper equipara y no jerarquiza la actitud del poeta y del filósofo. Por otro, contra la tentación iconoclasta que ronda a menudo al neotomismo (“la imagen mancha el concepto”), sitúa el quehacer filosófico en el umbral no solo del «asombro» o de la «admiración» sino de lo «maravilloso».

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Como esta nota no es filológica sino monástica, no he logrado encontrar la cita en alemán. Si algún lector es capaz de proporcionarla, confirmará o desmentirá la interpretación que me lanzo a proponer. Porque lo maravilloso presupone el asombro, pero no necesariamente al revés. Lo maravilloso contiene un punto de misterio, que no necesariamente de oscuridad, que requiere del filósofo dotes poéticas. ¿Quién sabe si no resuena en la cita lejanos ecos de las reflexiones de los poetas románticos, como Novalis?

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¿Es compatible esta hibridación moderna con el pensamiento del Aquinate? ¿O es una atribución forzada, en un sentido que podríamos calificar de germánico? Que “el filósofo se asemeja al poeta” quiere decir que ni se opone a esta figura ni simplemente la supera. De algún modo, debe participar de sus poderes, aun sin identificarse con él. No se subordina, pero tampoco se separa del todo. Hasta cierto punto la actitud filosófica misma acabará cruzándose en el camino del poeta que no tendrá más remedio que contar desde entonces también con las dotes filosóficas para enfrentarse a lo maravilloso.

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Hace ya bastantes años escribí un artículo sobre la presencia de Aristóteles y Santo Tomás en la obra de George Steiner que publicó Gregorianum. Al leer la cita de Pieper recordé una sorprendente – y maravillosa – cita del Aquinate comentando el Libro I de la Metafísica. Esta entrada no es sino una glosa de aquella glosa.

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(διό καί ό φιλόμυθος φιλόσοφός πώς έστιν' ό γάρ μύθος σύγκειται έκ θαυμασίων)- (Aristóteles, Metafísica, 982b, 18-19). (“Por eso también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo, pues el mito se compone de elementos maravillosos”). 
Quare et philomythes philosophus aliqualiter est. Fabula namque ex miris constituitur”. (Traducción de Guillermo de Moerbeke, siglo XIII). (“Por ello también el amigo de los mitos es de alguna manera filósofo, pues la fábula se compone de cosas maravillosas”).

Et ex quo admiratio fuit causa inducens ad philosophiam, patet quod philosophus est aliquiter philomythes, idest amator fabulae, quod proprio est poetarum" (Santo Tomás de Aquino, In XII Libros Metaphysicorum Comentarium, I, i, 55). (“También por el hecho de que la admiración fue la causa que condujo a la filosofía, es evidente que el filósofo es de alguna manera amigo de los mitos, esto es amante de la fábula, que es lo propio de los poetas”).

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En mi Oficio de lectura, frente a Dionisio me pondré bajo el patrocinio de Hermes.

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miércoles, 20 de agosto de 2025

Trilogías


Memoria de San Bernardo, abad

 

Grande Chartreuse

Desde hace unos meses algunos amigos me han estado preguntando en qué libro andaría ahora embarcado. Acostumbraba a responderles que, tras un lustro muy intenso, prefería descansar, sin planes, limitándome a cumplir con mis obligaciones académicas. Evidentemente me han rondado ocurrencias, pero las intentaba mantener a raya. Mis interlocutores desistían entonces de su interés, como si desconfiase de ellos con evasivas.

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Tras publicar Poética del monasterio, al que considero mi libro más personal y acabado, sentí que había cerrado una larga etapa. Antiposmodernos españoles constituía, en el mejor sentido, un volumen de circunstancias; Qohélet / Lector, un epítome de mis inquietudes teóricas y espirituales. Ambos por separado representan sendas vías de mi trayectoria intelectual. Uno invitaba a emprender el proyecto de una historia de la poesía anti(pos)moderna en la literatura española del siglo XX. El otro parecía limitarse a seguir girando sobre el universo moral y cultural de una poética monástica. Aun exhausto, tal vez era hora de retomar la estricta tarea filológica.

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Entretanto, en una peregrinación organizada para recorrer los principales lugares del itinerario vital de S. Juan B. de La Salle, costó un gran esfuerzo que el autobús, entre rutas cortadas, pudiese alcanzar la Gran Cartuja. Allí había pasado unos días La Salle durante el vértice de una crisis existencial que le había empujado a abandonar el gobierno de sus obras educativas. El Prior le desaconsejó la idea de retirarse como monje. Poco tiempo después, en Parmenia, La Salle recibió una carta de sus Hermanos reclamándole que regresase a París. Mientras subía en silencio por el camino que lleva de la Corrérie al recinto amurallado, me vino a los labios una invocación característica en las escuelas lasallistas: “Acordémonos de que estamos en la santa presencia de Dios. Adorémosle”. Recordé también una sentencia de La Salle: “El aula es nuestro altar”.

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De vuelta, al cabo de unos pocos días, abrí la libreta con el formato de la colección «Blanche» de la NRF adquirida hacía un par de años. Apenas había anotado en ella unas pocas entradas con el fin de tantear proyectos de libros extinguidos antes incluso de que lograsen germinar. Route barré? No, al ir trazando las primeras líneas con la misma letra imprecisa y nerviosa de siempre, teñida ahora con un punto melancólico, de súbito me surgió un título: Oficio de lectura. Mis incipientes Feuilles de route me indicaban la otra dirección.

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Creo haberlo dicho. Excepto en una ocasión, jamás he escrito un libro por encargo. Ni tan siquiera he procurado, hasta acabarlo, merodear editoriales. Un libro se escribe por él mismo, no para satisfacer a un editor o a sus lectores. De merecer la publicación, todos ellos, incluidos el autor, están contenidos ya en su redacción. El oficio de lectura, que forma parte también de la Liturgia de las Horas, no se celebra para que asista nadie, sino que, como lectores, asistimos para que pueda celebrarse. ¿Su espacio? El del monasterio. ¿Su tiempo? Una poética entre la noche y el día. “Aspirará el día y respirará la noche”, nos consoló San Bernardo.

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Medito mi itinerario editorial durante un cuarto de siglo. Advierto, por un lado, una tendencia a acogerme a la figura de las antítesis. Por otro, me inclino a organizar en trilogías las materias que me interesan.

El Renacimiento espiritual no era simplemente un manual sobre los tratados de oración, sino una reivindicación pretridentina de lo que no fue Trento. La escritura encendida, con su distinción entre mesiánicos y apocalípticos, y Modernidad y pedagogía en Pedro Poveda, contraponiendo el regeneracionismo de su protagonista en Guadix a su contra-institucionismo en Covandonga, trazaban algunos de los rasgos que anticipaban el Concilio Vaticano II vistos desde su disolución posconciliar. Es decir, aun con una estructura desequilibrada, los tres libros intentaban cubrir el periodo moderno de la historia de la Iglesia. 

XXI Güelfos comenzaba así: “Este libro es reaccionario, a su pesar”. Su reaccionarismo abría la Trilogía güelfa, la cual,  incluyendo además Teología güelfa y Memorias de un güelfo desterrado – mi volumencico más querido –, versaba sobre el desplome de una alta cultura que no debería confundirse sin más con la del programa liberal. Tras ella, El peregrino absoluto, con su sátira de lugares comunes de la actualidad con intención literaria, y Poética del monasterio, gestada en torno a este blog, cerraban una reflexión cultural explícita sobre tres dogmas que, por teológicos, seguía considerando políticos: la creación, la caída y la redención. O lo que es lo mismo: el Hogar, la Escuela y la Celda.

¿Y ahora qué?

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Si Oficio de lectura acabase cuajando, debería leerse como un díptico junto con Poética del monasterio y no simplemente como la continuación de esta. Aunque me sea imposible tan siquiera adivinar si pudiera idear una tercera parte, se me empieza a aclarar el modo de encadenarse cada uno de sus pasos. No obedecen a una mecánica sino a un ritmo. No sé todavía describirlo, pero lo percibo. Así como Trilogía güelfa no se prolongó en los dos siguientes libros, sino que se engarzó con ellos para completar una peregrinación que excedía sus jornadas, igualmente Poética del monasterio, contra mis propias expectativas, no acogía con hospitalidad el fin de sus aventuras. Sin darme cuenta, por su propia naturaleza, dejaba a la ventura – en sentido estricto, a la providencia – su uso. Un monasterio no se construye como un museo, para que sea visitado; se edifica como una morada que testimonia la vida que organiza.

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A menudo he mencionado que mi estética podría definirse con un compuesto también antitético: stilnovista claravalense. Entre los siglos XIII y XII, entre la ciudad y el desierto, entre la universidad y el monasterio, entre la poesía y la teología, entre la Revolución y la Tradición, entre la Gramática y la Escatología, el ciclo güelfo habría acentuado la calidad stilnovista de mi indagación. Sospecho que la inquietud espiritual habrá acabado motivando un ciclo monástico que, dilatando las intuiciones previas, se dedicará a atender su polo claravalense. Si el aula debe ser mi altar, mi oficio de lectura habrá de explorar cómo la Escuela y el Claustro – la pedagogía y la soteriología pueden tejer el ejercicio poético de la paternidad.

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En una perspectiva quizás inalcanzable, podré así llegar a observar si en mi voluntad stilnovista brilla el entendimiento claravalense de sus formas. ¿Acaso la esperanza de Claraval no habrá de sostenerse en la memoria de su stilnuovo? Esa debería de ser mi fe.

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