lunes, 6 de enero de 2025

Qohélet / Lector

 

Fiesta de la Epifanía

Naturaleza muerta con libros y reloj de arena,
Anónimo español (h. 1630-1640)

En el día de los Magos de Oriente, que celebra la fiesta luminosa del Deus absconditus me alegra anunciar un obsequio. Aun siendo un pastor maduro y desengañado, me apresuro a llevarlo en volandas y con esperanza ante el Niño. Es el fruto de un trabajo que se resiste a perder su bien más preciado: la inocencia de una infancia perdida.

Durante tres años he dado vueltas torno a un volumencico que lleva por título Qohélet / Lector. Alegría en tiempos de vaciedad y que la Universidad Pontificia de Salamanca sacará en breve a la luz.

Como le sucedió al autor del Eclesiastés, quizás también yo haya empezado a dejar atrás la confianza en el conocimiento y en el placer. Pero una intuición básica permanece: como en cualquier libro de la Sagrada Biblia, me es imposible adentrarme en esta pequeña obra maestra poética y sapiencial si no es contemplándola ante el Pesebre y el Sepulcro abierto, en silencio y en soledad. He aquí su atrio.

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La lectura del Eclesiastés, uno de los libros más sobrecogedores del Antiguo Testamento por su implacable argumentación, contiene una descripción paradójica de la existencia actual. Nuestra época cree descubrir nuevas fronteras que abolir a la vuelta de cada avance tecnológico y científico. Parecería que cada día que transcurre surgen sin parar desafíos éticos y antropológicos. Sin embargo, entre guerras, hambres y opresiones de todo tipo, ¿quién, cansado, no estaría a punto de exclamar que “nada hay nuevo bajo el sol” (Ecl. 1,9)?

Qohélet, nombre con el que se designa al autor de esa breve obra de la Biblia, observa con furiosa lucidez el dolor y la injusticia del mundo. No obstante, a diferencia de nuestros contemporáneos, no se permite tomar el atajo de sentirse víctima. Mientras Job es probado en su paciencia, Qohélet lo es en su desesperación. La amargura que destila no lo encierra en reclamaciones ni en peticiones de cuentas. Ni deudas impagadas de un pasado de las que se reclamase beneficiario presente ni derechos imaginarios e inacabables paralizan su creatividad.

Qohélet da vueltas y vueltas desde diversos ángulos sobre un solo tema que le obsesiona: “¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!” (Ecl. 1,2). Ni la justifica, conformista, ni, derrotado, la admite sin más. Encuentra una sola razón que oponer a tanto mal: entregarse a la alegría del corazón, aquí y ahora. Ese es el don que Dios nos concede por tantos afanes.

Qohélet prescinde de cualquier teodicea. Lee la realidad y, al leerla, no renuncia a la dicha de comprender y de compartir los frutos de su conocimiento. El consuelo de tanto sufrimiento tiene un sabor agrio, pero aplaca la sed. Quien ha padecido el peso de los placeres y del saber, además del de los disgustos y de la necedad, es capaz de compadecerse. Goza así con sencillez al lado de las personas que ama.

Mi Qohélet – cuyo perfil quisiera trazar en este ensayo – es, pues, un lector que no hace ninguna concesión a la hora de mantener encendida una alegría ardua, dirigida a quienes deseamos repetir la seriedad de su compromiso intelectual y moral ante los límites de la realidad. Como reza el subtítulo de este libro, no renuncia a la alegría en tiempos de vaciedad, acogiéndose a la buena compañía. Acercarse a Qohélet requiere leer entre líneas los interlineados de sus lectores.

Los capítulos que vienen a continuación han girado en torno al concepto de tiempo, desde su sentido histórico hasta el escatológico, pues “comprobé la tarea que Dios ha encomendado a los hombres para que se ocupen en ella: todo lo hizo bueno a su tiempo, y les proporcionó el sentido del tiempo, pero el hombre no puede llegar a comprender la obra que hizo Dios, de principio a fin” (Ecl. 3,10-11). Tiempo de creación, tiempo de salvación. Lo han intentado articular a través de la poesía, escoltada por la predicación y el comentario de autores que han experimentado sintonía con las enseñanzas de Qohélet. Conforman así una lectura sobre lecturas de otros lectores. Si no más, ojalá hayan ayudado a comprender mejor.

La intención de todo el recorrido ha sido esbozar, por una senda escondida e indirecta, una parte singular de la conciencia de ocaso de la cultura occidental, cuyas raíces grecolatinas no bastan para proporcionar un diagnóstico completo. Es preciso abordar tal conciencia, sin complejos, desde sus fundamentos judeocristianos.

Es cierto que el sentimiento de crisis la ha acompañado siempre, amenazante. Qohélet da cuenta de él a fondo, sin rendirse. Ante las reiteradas tentaciones suicidas que se atribuyen a nuestra civilización, cada vez más aparentemente decididas, la lectura y su correlato de la glosa que nos proponemos practicar quieren agradecer la creación de toda obra como fuerza de contención frente a cualquier augurio de desastre. Superfluo o no, como demuestra el propio Eclesiastés, atreverse a crear traza siempre un gesto afirmativo de ser.

Tras una introducción que intenta exponer las categorías que se propone manejar, este ensayo comienza y acaba con la poesía, entre José Jiménez Lozano y T. S. Eliot en el siglo xx, por un lado, y Teognis de Mégara en el siglo v a.C., por otro. En su interior se ha desplegado una dinámica anagógica y moral que ponen en diálogo los comentarios de san Jerónimo, Padre de la Iglesia, con algunas homilías de san John Henry Newman, teólogo que, por su trayectoria, habría que considerar uno de sus equivalentes contemporáneos. Entre la Antigüedad y la Modernidad las lecturas sobre Qohélet reflejan su actualidad irreductible a cualquier apropiación. El epílogo trata de aclarar qué se ha logrado aprender a lo largo de las distintas jornadas de este itinerario.

Es en realidad Qohélet quien lee nuestra época líquida, y no al revés. Nos revela nuestra condición. “Una generación se va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece” (Ecl. 1,4). Podríamos considerarlo testigo de nuestro momento. A fin de cuentas, somos nosotros quienes seguimos testimoniando de nuevo la radicalidad de su mensaje.

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Lectores, os ruego que sigáis manteniendo vivas las lecturas de esta lectura. Si vuestra generosidad es tal como tengo constancia, os agradeceré también la lectura de aquellas lecturas. La Pascua está pronta. ¡Alegrémonos!

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