Fiesta de la Epifanía
Naturaleza muerta con libros y reloj de arena, Anónimo español (h. 1630-1640) |
En el día de los Magos de Oriente, que celebra la fiesta
luminosa del Deus absconditus me alegra anunciar un obsequio. Aun siendo un pastor
maduro y desengañado, me apresuro a llevarlo en volandas y con esperanza ante el
Niño. Es el fruto de un trabajo que se resiste a perder su bien más preciado:
la inocencia de una infancia perdida.
Durante tres
años he dado vueltas torno a un volumencico que lleva por título Qohélet / Lector. Alegría en tiempos de vaciedad y que la Universidad Pontificia de Salamanca sacará en breve a la luz.
Como le sucedió al autor del Eclesiastés, quizás también yo haya empezado a dejar atrás la confianza en el conocimiento y en el placer. Pero una intuición básica permanece: como en cualquier libro de la Sagrada Biblia, me es imposible adentrarme en esta pequeña obra maestra poética y sapiencial si no es contemplándola ante el Pesebre y el Sepulcro abierto, en silencio y en soledad. He aquí su atrio.
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La lectura del Eclesiastés,
uno de los libros más sobrecogedores del Antiguo Testamento por su implacable argumentación,
contiene una descripción paradójica de la existencia actual. Nuestra época cree
descubrir nuevas fronteras que abolir a la vuelta de cada avance tecnológico y
científico. Parecería que cada día que transcurre surgen sin parar desafíos
éticos y antropológicos. Sin embargo, entre guerras, hambres y opresiones de
todo tipo, ¿quién, cansado, no estaría a punto de exclamar que “nada hay nuevo
bajo el sol” (Ecl. 1,9)?
Qohélet, nombre con
el que se designa al autor de esa breve obra de la Biblia, observa con furiosa
lucidez el dolor y la injusticia del mundo. No obstante, a diferencia de
nuestros contemporáneos, no se permite tomar el atajo de sentirse víctima. Mientras
Job es probado en su paciencia, Qohélet lo es en su desesperación. La amargura
que destila no lo encierra en reclamaciones ni en peticiones de cuentas. Ni
deudas impagadas de un pasado de las que se reclamase beneficiario presente ni
derechos imaginarios e inacabables paralizan su creatividad.
Qohélet da vueltas y
vueltas desde diversos ángulos sobre un solo tema que le obsesiona: “¡Vanidad
de vanidades; todo es vanidad!” (Ecl. 1,2). Ni la justifica, conformista, ni,
derrotado, la admite sin más. Encuentra una sola razón que oponer a tanto mal:
entregarse a la alegría del corazón, aquí y ahora. Ese es el don que
Dios nos concede por tantos afanes.
Qohélet prescinde de
cualquier teodicea. Lee la realidad y, al leerla, no renuncia a la dicha de
comprender y de compartir los frutos de su conocimiento. El consuelo de tanto
sufrimiento tiene un sabor agrio, pero aplaca la sed. Quien ha padecido el peso
de los placeres y del saber, además del de los disgustos y de la necedad, es
capaz de compadecerse. Goza así con sencillez al lado de las personas
que ama.
Mi Qohélet – cuyo
perfil quisiera trazar en este ensayo – es, pues, un lector que no hace ninguna
concesión a la hora de mantener encendida una alegría ardua, dirigida a quienes
deseamos repetir la seriedad de su compromiso intelectual y moral ante
los límites de la realidad. Como reza el subtítulo de este libro, no renuncia a
la alegría en tiempos de vaciedad, acogiéndose a la buena compañía. Acercarse a
Qohélet requiere leer entre líneas los interlineados de sus lectores.
Los capítulos que vienen a continuación han
girado en torno al concepto de tiempo, desde su sentido histórico hasta el
escatológico, pues “comprobé la tarea
que Dios ha encomendado a los hombres para que se ocupen en ella: todo lo
hizo bueno a su tiempo, y les proporcionó el sentido del tiempo, pero el hombre
no puede llegar a comprender la obra que hizo Dios, de principio a fin” (Ecl.
3,10-11). Tiempo de creación, tiempo de salvación. Lo han intentado
articular a través de la poesía, escoltada por la predicación y el comentario
de autores que han experimentado sintonía con las enseñanzas de Qohélet. Conforman
así una lectura sobre lecturas de otros lectores. Si no más, ojalá hayan
ayudado a comprender mejor.
La intención de todo el recorrido ha sido
esbozar, por una senda escondida e indirecta, una parte singular de la
conciencia de ocaso de la cultura occidental, cuyas raíces grecolatinas no
bastan para proporcionar un diagnóstico completo. Es preciso abordar tal
conciencia, sin complejos, desde sus fundamentos judeocristianos.
Es cierto que el sentimiento de crisis la ha
acompañado siempre, amenazante. Qohélet da cuenta de él a fondo, sin rendirse. Ante
las reiteradas tentaciones suicidas que se atribuyen a nuestra civilización,
cada vez más aparentemente decididas, la lectura y su correlato de la glosa que
nos proponemos practicar quieren agradecer la creación de toda obra como fuerza
de contención frente a cualquier augurio de desastre. Superfluo o no, como
demuestra el propio Eclesiastés, atreverse a crear traza siempre un
gesto afirmativo de ser.
Tras una introducción que intenta exponer las
categorías que se propone manejar, este ensayo comienza y acaba con la poesía,
entre José Jiménez Lozano y T. S. Eliot en el siglo xx, por un lado, y Teognis de Mégara en el siglo
v a.C., por otro. En
su interior se ha desplegado una dinámica anagógica y moral que ponen en
diálogo los comentarios de san Jerónimo, Padre de la Iglesia, con algunas
homilías de san John Henry Newman, teólogo que, por su trayectoria, habría que
considerar uno de sus equivalentes contemporáneos. Entre la Antigüedad y la Modernidad
las lecturas sobre Qohélet reflejan su actualidad irreductible a cualquier
apropiación. El epílogo trata de aclarar qué se ha logrado aprender a lo largo de
las distintas jornadas de este itinerario.
Es en realidad Qohélet quien lee nuestra época líquida, y no al revés. Nos revela nuestra condición. “Una generación se va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece” (Ecl. 1,4). Podríamos considerarlo testigo de nuestro momento. A fin de cuentas, somos nosotros quienes seguimos testimoniando de nuevo la radicalidad de su mensaje.
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Lectores, os ruego que sigáis manteniendo vivas las lecturas de esta
lectura. Si vuestra generosidad es tal como tengo constancia, os agradeceré también
la lectura de aquellas lecturas. La Pascua está pronta. ¡Alegrémonos!
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