Memoria de los Santos Antepasados de Jesús
Monje Crucificado, Abadía cisterciense de Mogila |
Con la publicación de Healing Wounds al inicio de Adviento – un volumen de Cuaresma como reza su subtítulo The 2025 Lent Book –, Mons. Erik Varden ha decidido poner a prueba las expectativas de sus lectores. Más allá de la circunstancial paradoja que une el Nacimiento y la Muerte, al cerrar el volumen podremos tener el sentimiento de haber practicado un ejercicio espiritual sobre la condición humana desde una perspectiva en apariencia olvidada y todavía hoy más actual.
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Healing Wounds es tanto una meditación como una contemplación de las heridas de Jesucristo a través del comentario a una obra poética latina de mediados del siglo XIII: la Oración rítmica a cada uno de los miembros de Cristo sufriente que cuelga de la Cruz. Los siete himnos que la componen fueron atribuidos a san Bernardo de Claraval, aunque sean casi con total seguridad obra de Arnulfo de Lovaina (1200-1250), también abad cisterciense. Durante el Barroco sirvieron de inspiración a Dietrich Buxtehude para componer un ciclo de cantatas con el título de Membra Iesu Nostri (1680). Aunque esta adaptación musical despertase su interés, para construir su obra Dom Erik ha acudido directamente al poema, del que ofrece en paralelo, al principio de cada uno de sus capítulos, una elegante versión adaptada a la prosodia del inglés.
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Con Healing Wounds su autor nos ha entregado
su libro más íntimamente monástico. En el díptico que formaban sus ensayos
anteriores, La explosión de la soledad y Castidad, Dom
Erik había iniciado el camino de experimentar con variados géneros literarios
monacales. Aunque no se haya destacado lo suficiente, una parte fundamental de
su éxito se debería atribuir a la sensación de frescor que esas modalidades
lograban transmitir, con una mezcla tan bíblica de poesía y sabiduría que
brilla con especial intensidad en el Oficio divino. Healing Wounds representa la madurez de este procedimiento. Apoyándose firme y declaradamente en la tradición
cisterciense a la que pertenece como monje trapense, Dom Erik requiere de su
lector, si de verdad quiere aprovechar su lectura, hacer un gran esfuerzo: que
se atreva a descubrir, mirando al Crucificado, qué hay de monje en su interior;
o, dicho en los términos de Louis Bouyer, hasta qué punto de urgencia está
dispuesto a seguir su vocación de cristiano.
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El lector de libros espirituales está
acostumbrado a encontrar en los mejores de ellos una versión inteligente y
expurgada de excesos sentimentales. Sin que le exija el esfuerzo intelectual de
un tratado teológico, le basta con que sigan satisfaciendo la función de
encender sus afectos para formar buenos deseos que pueda cumplir. Lejos de las brasas de esta herencia romántica que todavía no se ha extinguido, Dom Erik
nos invita a emprender, no el retorno, sino el ascenso por los caminos que lo
medievales habían trazado con paciencia y reflexión. Tal como lo entendía san
Bernardo, entre el intelecto y el afecto no existiría una cesura tan estricta
como habrían supuesto los modernos desde el siglo XIII. En el mundo monástico
sentir y gustar las cosas internamente acrece y jamás cansa el saber del alma.
Gramática y Escatología. Nada de oscuridades rebuscadas, sino nítida altura que
quema la respiración apresurada.
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Healing Wounds prosigue y profundiza los armónicos que
despliega la obra entera de Mons. Varden. Desde La explosión de la soledad
su tema central ha girado en torno a la vulnerabilidad humana: las heridas que el
ser humano inflige y se inflige por el pecado están destinadas a ser curadas.
Sus cicatrices nos muestran el itinerario de la salvación: la conversión, la
redención, la restauración. La fe cristiana se sostiene en una esperanza que
brota de la memoria. En el presente el pasado nos recuerda el futuro. Castidad
invitaba a descubrir en Cristo la imagen del nuevo Adán que, sin guardársela,
nos ha comunicado en su Resurrección. Healing Wounds enfoca ahora nuestra
mirada hacia la piedra de escándalo de la Cruz en que cuelga Dios hecho Hombre.
A despecho de nuestra época que quisiera silenciarla, a través de ella el
cristiano atisba la Gloria escatológica.
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Arnulfo de Lovaina va elevando nuestra mirada
desde los pies y las rodillas del Crucificado, pasando por las manos, el
costado y el pecho, hasta alcanzar su corazón y su rostro. El amor requiere de
una precisión contemplativa a través de una Rythmica
oratio. El sustantivo retiene simultáneamente las acepciones de “oración” y
de “discurso”. Tras la lectura atenta y la meditación intensa de la
Crucifixión, brota la oración que es el discurso que lleva al cristiano a la configuración
y a la identificación con Cristo muerto en la Cruz.
Los comentarios a cada una de las heridas de
Cristo están forjados en el yunque de la Patrística, tal como la literatura
monástica no se cansó de fatigar. Chispean en ellos los sentidos de la exégesis
al chocar entre sí. No proceden de una manera uniforme y lineal – del sentido literal
al anagógico –, sino que oscilan al ritmo que alienta el Espíritu. En términos lingüísticos,
podría decirse que el suyo es un desarrollo semiósico que condensa el nivel
fónico con el pragmático o el sintáctico con el semántico. El sentido literal
que garantiza la interpretación alegórica se metamorfosea en un nivel moral que
sólo puede ser engendrado en su perspectiva anagógica. De ese modo, la alegoría
y la literalidad alcanzan su sentido más hondo. Tan es así que cada
comentario termina con una brevísima oración de Dom Erik. Mediante la libre
adopción de la forma del verso, aspira a fundirse con Cristo en la palabra poética
con que el abad Arnulfo quería responder a la Palabra.
De las glosas a cada una de las heridas, me han
impresionado profundamente las que Dom Erik dedica al Costado y al Pecho de
Cristo. En este punto me falla la gramática. Me conformo con la enumeración: Longino,
Bartimeo y David; la lanza, la ceguera y el Arca; las historias apócrifas y la
verdad del Evangelio; Judas probando el bocado antes de entrar a la noche, Juan
reclinado sobre Jesús… Léon Bloy decía que no existe más que una nostalgia: la
del Paraíso. En un párrafo de una sencillez estremecida, con el sabor de los
Padres, Dom Erik nos anima a vislumbrarlo de nuevo a través de la abertura del
Costado.
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Como decíamos un poco antes, el gran tema patrístico
y monástico de Mons. Varden es el dolor del que nace una alegría que no puede
sernos arrebatada. En el fondo, no retoma sino el motivo de la Caída desde la
perspectiva de la Redención: el Edén contemplado desde el Gólgota. En su nuevo
libro vuelve a meditar y contemplar el misterio de la Creación. Como
religión de la Encarnación, el cristianismo conoce el peso indecible de las
lágrimas; por ello, tarea suya es enjugarlas y consolarlas. Entre el desierto
de las tentaciones y Getsemaní Jesucristo obra como el nuevo jardinero del Edén
que florece con su Resurrección frente al Sepulcro abierto. En unas sociedades como las nuestras, que (se)
niegan la fragilidad y el sufrimiento, debería resonar calladamente
el ofrecimiento final que guía la intención de nuestro autor: “Se trata de
comprender que el mundo necesita todavía la salvación; que la Pascua no es un
acontecimiento pasado, sino presente; que nuestra vida, nuestra alegría y
esperanza depende de ella. Solamente en el paraíso, cuando por fin estemos en
casa, con Jesús, Dios hará que cese todo llanto. Por ahora, comemos
nuestra ración en su mesa como caminantes, su pan sazonado con nuestras
lágrimas”. Eucaristía y Escatología riman en el Banquete eterno que anuncian
las Llagas de Cristo, nuestra Paz.
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