jueves, 3 de septiembre de 2020

Gratia gratum faciens

 

Memoria de S. Gregorio Magno, p. y dr.

 






Entre las tareas más ingratas y extenuantes de una poética monástica sobresaldría la de intentar fijar la genealogía del desprecio condescendiente de las letras en su sentido más universal y, por tanto, católico aun en su mismo seno. La piedra de toque es el uso descontextualizado de una lapidaria sentencia evangélica: “Gratis accepistis, gratis date” (Mt. 10,7).

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¿Qué fue recibido gratis? Jesús envía a sus discípulos a predicar la venida del reino de los cielos curando a los enfermos, resucitando a los muertos, limpiando a los leprosos y expulsando a los demonios. Dado que la exégesis liberal protestante y su versión modernista ponen en entredicho la “historicidad” de los milagros, resulta obvio que la predicación de la fe –y su transmisión- es el milagro mismo que se ha recibido por pura gracia y que, por consiguiente, debe transmitirse gratuitamente, en un sentido simbólico. Se limita a devolver el esfuerzo de lo que no le ha costado. Lo ontológico y lo económico se entrecruzan. ¿Quién cree que, leyendo el Evangelio, curará, resucitará, limpiará y expulsará literalmente el mal que no cesa de acechar nuestro estado caído?

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Desde la Revolución, como consecuencia democratizadora del proyecto iluminista, se ha considerado que la cultura es un bien “público” y “universal”, cuyo acceso debe ser completamente libre. El valor emancipador con que cualquier proyecto pedagógico moderno ha revestido a la cultura hace que su disfrute requiera una producción diversificada. Por más que no deje de protestar, el intelectual ha actuado como un proveedor de servicios. ¿Acaso es casual que se haya convertido en un lugar común el título del libro de Julien Benda Le trahison des clercs?

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Durante siglos se ha asociado la figura del estudioso o con el monje en su escritorio o con el noble o el burgués diletante; es decir, con quienes, habiendo resuelto su vida, podían dedicarse al lujo de un ocio que debería estar a disposición de cualquiera. Por una suerte de mala conciencia retroactiva, se ha concebido que la virtud de la studiositas debería ser completada con una devolución desinteresada. Gratia gratis data. Frente a la profesionalidad, el cultivo de las letras alcanzaría su máximo cumplimiento en un ejercicio voluntario.

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Que la actividad intelectual del cristiano en sus diversos oficios merezca retribución ha estado fuera de toda duda. Otra cuestión es si el oficio mismo de artista, de lector o de pensador merezca ya por sí solo la consideración de una misión específica. Como la del profeta, ¿viene todavía dada con un inescapable vocativo para gloria del cuerpo de Cristo en su cabeza? Gratia gratum faciens.

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El artista cristiano debería repensar su vocación en términos monacales. No hace de la oración un trabajo, ni convierte su trabajo en oración. Ora y trabaja. Entrega su vida a una unidad basada en el rimo del silencio y la palabra, la acción y el descanso. Su contemplación requiere una intensa y exclusiva dedicación. Su actividad debería dar el fruto de sus desvelos.

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En el prólogo de la Vida de San Benito S. Gregorio apenas subraya la luz escondida del hombre que muere al mundo para nacer a la Creación nueva: “Dum in hac terra esset / quo temporaliter / libere uti potuisset / iam quasi aridum / mundum cum flore depexit”. Deseando sólo complacer a Dios, dice el papa reformador, S. Benito buscó y pidió no un hábito cualquiera monástico, sino uno muy especial: “sanctae conuersationis”. La suya fue la docta ignorancia del redimido.

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