Memoria
de S. Gregorio Magno, p. y dr.
Entre las tareas más ingratas y extenuantes de una poética
monástica sobresaldría la de intentar fijar la genealogía del desprecio condescendiente
de las letras en su sentido más universal y, por tanto, católico aun en su mismo seno. La piedra de toque es el uso descontextualizado de una lapidaria
sentencia evangélica: “Gratis accepistis,
gratis date” (Mt. 10,7).
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¿Qué fue recibido gratis? Jesús envía a sus discípulos a
predicar la venida del reino de los cielos curando
a los enfermos, resucitando a los muertos, limpiando a los leprosos y
expulsando a los demonios. Dado que la exégesis liberal protestante y su
versión modernista ponen en entredicho la “historicidad” de los milagros,
resulta obvio que la predicación de la fe –y su transmisión- es el milagro
mismo que se ha recibido por pura gracia
y que, por consiguiente, debe transmitirse gratuitamente, en un sentido
simbólico. Se limita a devolver el esfuerzo de lo que no le ha costado. Lo
ontológico y lo económico se entrecruzan. ¿Quién cree que, leyendo el Evangelio,
curará, resucitará, limpiará y expulsará literalmente el mal que no cesa de
acechar nuestro estado caído?
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Desde la Revolución, como consecuencia democratizadora del
proyecto iluminista, se ha considerado que la cultura es un bien “público” y
“universal”, cuyo acceso debe ser completamente libre. El valor emancipador con
que cualquier proyecto pedagógico moderno ha revestido a la cultura hace que su
disfrute requiera una producción
diversificada. Por más que no deje de protestar, el intelectual ha actuado como un proveedor de servicios. ¿Acaso es
casual que se haya convertido en un lugar común el título del libro de Julien
Benda Le trahison des clercs?
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Durante siglos se ha asociado la figura del estudioso o con
el monje en su escritorio o con el noble o el burgués diletante; es decir, con
quienes, habiendo resuelto su vida,
podían dedicarse al lujo de un ocio que debería estar a disposición de
cualquiera. Por una suerte de mala conciencia retroactiva, se ha concebido que la
virtud de la studiositas debería ser
completada con una devolución desinteresada. Gratia gratis data. Frente a la profesionalidad, el cultivo de las
letras alcanzaría su máximo cumplimiento en un ejercicio voluntario.
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Que la actividad intelectual del cristiano en sus diversos
oficios merezca retribución ha estado fuera de toda duda. Otra cuestión es si
el oficio mismo de artista, de lector o de pensador merezca ya por sí solo la
consideración de una misión específica. Como la del profeta, ¿viene todavía dada
con un inescapable vocativo para gloria del cuerpo de Cristo en su cabeza? Gratia gratum faciens.
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El artista cristiano debería repensar su vocación en
términos monacales. No hace de la oración un trabajo, ni convierte su trabajo
en oración. Ora y trabaja. Entrega su
vida a una unidad basada en el rimo del silencio y la palabra, la acción y el
descanso. Su contemplación requiere una intensa y exclusiva dedicación. Su
actividad debería dar el fruto de sus desvelos.
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En el prólogo de la Vida
de San Benito S. Gregorio apenas subraya la luz escondida del hombre que
muere al mundo para nacer a la Creación nueva: “Dum in hac terra esset / quo
temporaliter / libere uti potuisset / iam quasi aridum / mundum cum flore
depexit”. Deseando sólo complacer a Dios, dice el papa reformador, S. Benito
buscó y pidió no un hábito cualquiera monástico, sino uno muy especial:
“sanctae conuersationis”. La suya fue la docta ignorancia del redimido.
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