Jueves Santo
La agonía de Getsemaní,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)
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De los Diarios de Léon Bloy rescato, mientras
atardece, una de sus páginas más fulgurantes, tal vez porque hoy me recuerda el
posible destino de estas entradas con que voy emborronando una poética del monasterio.
Entre sus líneas, a las que me acerco siempre estremecido, Bloy destila milenarista una furia alucinada. Como en el
umbral de su apocalipsis, proclama el acto de fe que habría querido que
Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, hubiese pronunciado justo al cantar el
gallo por segunda vez.
Es el 20 de
agosto de 1895, memoria de San Bernardo. Con un rasgo característico de su
estilo diarístico, Bloy se decide a transcribir una “nota más o menos informe,
que puede servir para un libro sobre el Bajo Imperio”. Ese libro -¿acaso un
tratado de teología política?- jamás se habría podido publicar bajo otra forma que no
fuesen los puntos suspensivos con que acaba, abortado, este fragmento de un
esbozo incendiado…
“Jesús todo lo
perdona, todo lo acepta, todo lo sufre”. El Hombre
de Dolores se recoge hasta el fin de los días en el claustro de Getsemaní, icono
de un Paraíso cercado por demonios a los que ya no les será permitido dejar de
estar en vela.
Bloy reprochó a San
Bernardo haber retrocedido ante la pavorosa prueba del sacrilegio. Porque era santa su predicación, debía cargar con la
cruz de su profanación. Abstenerse de su cumplimiento lo habría hecho reo del Espíritu. Fue justo; por ello, pecó.
Desde el bautismo
de fuego de Pentecostés, sería ya imposible ser sólo un Santo del Verbo Abofeteado. En el delirio del Amor la
santidad de Bloy asume los espasmos diabólicos de esta Caída inacabable para
que Jesús pueda llegar a ser todo en todo; “y la omisión será el ciclón de llamas que quemará todos los tabernáculos”.
Bloy transformó
la oración de Jesús en la más fiel contraobediencia.
En la celda de su escritorio rezaría así: “Aunque sea imposible, que no pase de
mí este cáliz. Hágase como no quieres”.
En la cumbre del
paroxismo, Bloy sólo puede acabar pidiendo pan, como Pedro echado a llorar en
una esquina de Jerusalén.
Solo esta tarde,
sin poder acceder a los sacramentos, en este oficio de la lectura, atisbo entre
sombras la bendición del cáliz, con la esperanza de “ver, en cada palabra de la
Escritura, un vaso lleno de la Sangre de Jesucristo”. Después de cantar el
himno, tal vez comprenda que “antes que todo y sobre todo, Jesús es el
Abandonado”.
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