jueves, 23 de febrero de 2023

Donde se hace la luz


Memoria de San Policarpo, ob. y mr.

 

Eneas, Anquises y Ascanio,
Crátera (520 a. C.)

Suelo recibir pocos libros. Los abro con alegría: por ser pocos y por el afecto que traen consigo. La llegada de Florecer, el breviario que acaban de publicar Daniel Capó y Carlos Granados, ha crepitado feliz en mi invierno. Con Capó he tejido una amistad de la voz. Hablamos habitualmente; nunca nos hemos visto. A veces, interesado por mi opinión, me recita uno de sus artículos. Al leerlos más tarde, adivino repliegues de su sentido más secreto, inapresable, bajo el recuerdo de la cadencia íntima de su entonación. En su parte del librito que tengo entre las manos, con el título de “Donde se hace la luz”, puedo imaginarlo pesando las palabras como si estuviese componiendo una partitura. Trata de la paternidad y de la filiación de la única manera en que es posible intentar acercarse a ellas: sin la arrogante pretensión de encajarlas en conceptos; con rigor vulnerable, atento a los matices que enseña a describir el propio itinerario existencial.

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El estilo de Capó crea una atmósfera. Puede parecerle al lector que le envuelve la emoción por el modo como despliega sus contenidos. No es así enteramente. Es la melodía, en cuanto álgebra de los sentimientos, a cuya escucha Capó se detiene, demorándose en sus inflexiones, la que despliega una estructura contrapuntística. No la alza provocadora o desafiante. Al contrario, roza levemente los pasajes de su memoria y de su cultura para que prenda la llama de un sentido hondo, trazado como una sfumatura.

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El ritmo de Capó, lleno de pausas, no es polifónico. Se escucha en él el eco de los lieder. Asume los suaves colores del amanecer o del crepúsculo. El murmullo del mar se hace indistinguible de la brisa que recorre los caminos boscosos que lo contienen. Capó, insular, se adentra en ellos en busca de una experiencia más clara, más escondida.

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El mar y la luz guían la exploración de las páginas de Capó, entre contrastes que no se oponen, sino que alternan para dar profundidad al horizonte. Casi podría hablarse de los ecos de un canto amebeo. Es la lección virgiliana que interpreta en clave bucólica la fuerza épica del descenso al Hades de Ulises o el exilio de Eneas. Es una lección poética que se apoya con naturalidad sobre la sabiduría bíblica. Atenas-Roma y Jerusalén, mundo clásico y la escritura hebrea van pautando el camino: la gramática del amor dirige la búsqueda de la gloria, mientras caminar en presencia del Señor supone la responsabilidad de custodiar y enriquecer la palabra recibida. Padres e hijos practican, en la obediencia del amor, un diálogo de fe y esperanza.

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Esta alternancia se da incluso en el nivel léxico. Al principio Capó reflexiona sobre dos términos, uno griego y otro hebreo. Al finalizar su recorrido los recapitula en otros dos vocablos. Al phaidimós (magnífico) homérico y al yehi del Pentateuco (que lo que sea suceda) los complementan el ahrayut que designa la responsabilidad y la enárgeia luminosa de los héroes y los santos que es el fruto de haberla asumido.

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Las antítesis se resuelven en quiasmos; las paradojas en retruécanos. La alegría del hombre que juega se manifiesta también en la pequeñez del sufrimiento. La puerta que abre simbólicamente el acceso a una realidad más alta pasa también por la tumba que marca la conciencia de nuestra finitud. La vida donde se hace la luz pasa por las sendas oscuras. Capó insiste en que sólo el testimonio rescata de su fondo la injusticia con la confianza de la belleza. Es el signo del abrazo de san Francisco al leproso o el sonido de la esquila que resuena en un poema de Anna Ajmátova.

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El mar de los aqueos o el desierto de los arameos errantes reflejan el movimiento del florecer que la paternidad está llamada a proteger y sostener. Capó resume esta misión con la sentencia de un cartujo contemporáneo: Es preciso saber creer y amar, “que es la actitud del hijo que obedece, abre la puerta y empieza su camino hacia un lugar que sólo Dios conoce”. Su memoria siembra las líneas atesoradas en la mirada de una escucha que este libro propone a sus lectores.

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miércoles, 15 de febrero de 2023

Cien años


Memoria de Santos Faustino y Jovita, mrs.

 

Paisaje con Jacob y Raquel en el Pozo,
Claude Lorraine (1666)

Del recuerdo de mi padre se van difuminando, con el tiempo, las aristas de su leve misantropía. En el trato habitual con sus semejantes jamás se permitía que asomase el menor rasgo de acritud; al contrario, como sin que pareciese esforzarse, mostraba una simpatía natural que solía desarmar a sus interlocutores. Ahora bien, si lo que denominaba “impertinencia” le importunaba, era hombre poseído por el fuego de una ira instantánea. La había heredado de su padre, a quien apenas pudo conocer, y me la ha transmitido. Que parezcamos pacíficos es una abrumadora lucha cuya única victoria se ha templado en la derrota cotidiana. Lo he aprendido tarde, a su edad de entonces, con aquel ejemplo. He intentado no olvidar jamás su lección de bonhomía, sobre todo, como él habría querido, en los peores momentos.

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Defiendo la figura del padre no porque refleje ninguna santidad especial, sino porque lo liga con el hijo un vínculo sagrado. Nadie puede conocerse a fondo si no se ve a sí mismo formado y hasta reflejado en las debilidades de su padre. Esa mezcla de abatimiento y de piedad que se puede llegar a sentir por ellas le permite a uno reconciliarse consigo mismo. Descubre entonces en sí otras faltas contra sus hijos que intuye que sólo su padre sabría disculpar. La intuición del profeta Ezequiel de que Dios no castiga a los hijos por los pecados de sus padres, ni a los padres por los de sus hijos, no deja de lado la solidaridad entre unos y otros. Solamente los libera de su recíproca angustia. He conocido personas que, al rezar el Padre nuestro, creían estar gritando, entre sollozos, a un vacío que los ignorase. En medio de esa noche poblada de aullidos, han sido capaces de encender una hoguera para sus hijos.

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Mário Quintana,
trad. de E. García-Máiquez


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Acababan de bajar el ataúd al nicho. Mi madre se quedó ligeramente rezagada apoyada en sus hermanos. Los sepultureros se me quedaron mirando fijamente, a la espera de una señal. Me asomé al hueco. La tierra estaba a punto de engullir en la nada los restos de quien había sido mi padre. Sin énfasis, casi con una sonrisa desplomada, como él hubiera deseado, sentí con una certeza física, inmediata, que un día me llegaría a mí también, irreversible, el momento de seguirle. De alguna manera, el camino hacia ese reencuentro acababa de comenzar. Infinitesimal, minúsculo, indestructible, en ese adiós, padre supe que jamás desaparecería el vínculo singular e irremplazable que por toda la eternidad nos ha unido. ¿Qué importa que no quede ni la más remota memoria de nosotros dos? Será, no obstante. Callado, le agradecí todos sus silencios, los que jamás había entendido y los que jamás podría llegar a entender. Custodiar ese secreto indescifrable alivia la espera. Alcé los ojos y asentí, antes de retroceder un par de pasos. En cuanto el sonido de la arena empezó a entrechocar con la madera, me giré y estreché, como él habría querido, los brazos de mi madre.

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De todas las incomprensiones hacia mi padre, con lágrimas suelo arrepentirme de no haber dado crédito a la confianza que sentía por mí. Aun cuando todo se desplomaba a mi alrededor – o así lo padecíamos-, él se mantenía imperturbable, “inasequible al desaliento”, como solía bromear. No ansiaba para mí ni el éxito ni el triunfo. Los errores de su vida le habían enseñado a ser escéptico. Consistía más bien en una confianza ilimitada en ese exceso de vida que, para bien y para mal, ha circulado por nuestras venas, escondida y atormentada en ocasiones, furiosa otras veces, imparable como una catarata de lava que amenaza con arrastrarnos a nosotros mismos. Debía de escuchar – y de reconocer- en mí el rumor de aquel torrente, como cuando se ponía el fonendoscopio para auscultar la tensión de sus pacientes. Quizás esa fuese la misión de mi padre: mostrarme que ese desierto que parecía abrirse ante mí era la más fértil heredad. En medio de las dificultades cotidianas, se volvería a decirme con su sonrisa ladeada: “Chato, porque no haces caso, pero estás hecho un Patriarca”.

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Mi padre habría cumplido hoy cien años.

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sábado, 28 de enero de 2023

Vísperas madrileñas

 

Memoria de Sto. Tomás de Aquino O. P., rel. y dr.

 


Cada vez que llego a Madrid, a primera hora de la mañana, me encamino por la cuesta de la calle Alfonso XII para atravesar el Parque del Buen Retiro. Entre sus caminos de tierra, sus pequeñas encrucijadas, sus senderos de grava, alcanzo el Palacio de Cristal. Tras pasar por la sinuosa gruta, me detengo un momento al otro lado de su pequeño estanque e intento recordar el color del cielo y los matices de las hojas de la penúltima estación. Luego procuro descubrir tras su ausencia las huellas de aquel patinete de latón con tres ruedas, en que, apresurado, me lanzaba a la carrera con cuatro, cinco, seis años en torno al quiosco de la música. Congelada el agua, inertes las ramas, rezo hoy el responso de la infancia.  

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En esta ocasión he venido a presentar Poética del monasterio en Espacio Encuentro. Desde su publicación he creído que un acto así en Madrid se debía celebrar en la sede de la editorial. Era su lugar natural. En él me parecía que se había de representar una consumación. Para organizar el formato confié en el consejo y la compañía del amigo Ricardo Calleja. La amabilísima disponibilidad de Ana Rodríguez de Agüero y Marisa de Toro me ha ganado el tesoro de nuevas amistades. El editor Manuel Oriol y su equipo se encargan de toda la logística. Al llegar siento la expectación en sordina como de un estreno en una escena alternativa. ¿Vendrá alguien? El lleno es completo.

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Poco antes conversaba con Julio Llorente, a quien me atreví a citar en el atrio de la iglesia de San Manuel y San Benito, bajo el cobijo de su inquietante cúpula neobizantina. Tal vez haya entendido que es una declaración de intenciones que continua en una charla amena, en su sentido literalmente latino. Como si fuera un eco irónico del 68, manifestado con franqueza por Ricardo después durante la mesa redonda, surge también la duda de qué posición política adopto. No me cansaré de remarcar que el concepto clave es el de «deuda». El presente debe tributarla al pasado en favor del futuro. Podrá así llegar a ser su posibilidad más propia. ¿Conservador, tradicionalista, reaccionario? ¿Es posible simultanear las tres? Mi admirado y distante Michel de Certeau, francés y jesuita, habría sentenciado, sin ceder un ápice: “A la escucha”.

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Tres momentos del diálogo en la presentación habrán quedado grabados, como antífonas, en mi memoria. Me conmueven primero las palabras de Ana haciendo suya la experiencia anagógica y literal de mi monasterio. Entre el claustro y el lar se rinde un culto en espíritu y verdad que ningún poder de este mundo podrá destruir del todo y que ninguna autoridad logrará apropiarse definitivamente. Cuando después Marisa constata que nos hemos sentado juntas personas de tres generaciones posconciliares, con una verdad que casi tiembla por honda, sosteniéndose en el apunte de Ana, Ricardo reconoce que su generación, la que creció con Juan Pablo II, había creído alcanzar al fin la posibilidad de "demostrar a la sociedad moderna que se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo", pero que hoy parece que hubiera sido un espejismo. Con una emoción intensa por imperceptible pregunta girándose hacia mí: “¿y ahora qué?, ¿el salto de la fe?”. No sé la respuesta, digo. Orar y trabajar, como si el mañana dependiera de este instante, calladamente. Suspiro, y reflexiono entonces en voz alta sobre la herida que tras estos cincuenta años llevamos marcada cuanto hemos vivido la Iglesia. Implícitamente, pienso que nuestro gran drama no es ni la lacra abrumadora e intolerable de los abusos sexuales, ni mucho menos la pérdida acelerada de los restos del naufragio de la Cristiandad. Son ellos sólo los síntomas de un espanto metafísico: en Occidente en dos generaciones ha colapsado la fe porque en el fondo ni a la misma Iglesia le acabó de importar demasiado. Dudo de si no le bastaba con mantener el espejismo idólatra de que se bastaba a sí misma y a sus objetivos, como sigue pasando ahora, con otro lenguaje, ante las caras de estupor de no pocos. Muchos seguiremos frotándonos los ojos con el dorso de las manos, porque, aunque su rostro desfigurado no lo mereciese, nunca dejaremos de amarla en espíritu y verdad.

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Al principio del acto Ricardo felicita a Ediciones Encuentro por haber incluido en su catálogo un libro que, en apariencia, no encajaría con su línea habitual. Manuel asiente al fondo, descansado. Suele decir quien da que ha recibido más de cuanto haya podido entregar. Por ello, es una obligación saber también recibir. Y yo me doy cuenta de lo afortunada que es Poética del monasterio, que además me ha reunido aquí tantos amigos suyos. Me gustaría creer que, por el libro, ninguno quedará sin su recompensa (Mc 9,41)…

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A la salida, mientras tomamos algo, Miguel Ángel Quintana Paz me pregunta más o menos qué opino del argumento de algún pensador de que los monasterios han servido de modelo para la base del reglamentismo de la izquierda radical. Al prohibir prohibir, pretende (des)regular hasta el detalle más ínfimo de nuestra vida, como si fuera el coletazo de un nuevo milenarismo. ¡Pobre monacato! Como digo en mi libro, la Modernidad en cualquiera de sus manifestaciones sigue sin soportar su ejemplo: el monacato no era piedad; hubo que desamortizar sus propiedades y suprimir sus Órdenes por inútiles; y ahora son los culpables de una escolástica enloquecida. Los populismos no nacen en contacto con el desierto, sino bien integrados en los departamentos universitarios de filosofía y de políticas, con la vista puesta en Gramsci y allí, al fondo, casi invisible, Maurras. La violencia simbólica, tan literal, como instrumento revolucionario. De hecho, sus líderes ni oran ni trabajan: intrigan. Pero todo esto me lo voy formulando de vuelta. Me limito entonces a defender la libertad monástica con el ejemplo también de sus contradicciones, pero no creo que logre persuadir y tampoco es la ocasión. Puede que sea oscuro y lírico en mis argumentos. Me alivia, y me duele, recordarme que mis síes y mis noes han solido resonar en mi vida con silencios atronadores. Han molestado más que si los hubiese expresado con franqueza. Tal vez haya puesto así en práctica otro consejo evangélico: la astucia de la sencillez.

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Llego a casa de mi madre. Contento, me acuesto, pero con ese punto de excitación con el que el contacto con el mundo ensombrece el espíritu. Todos llevamos un desierto adentro. Dios a veces llama al adentro de ese adentro, donde la conciencia tirita de frío o se seca de calor. Getsemaní y el sepulcro. Me duermo recitándome “Él, por su parte, solía retirarse a lugares solitarios y se entregaba a la oración” (Lc 5,16) …

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jueves, 26 de enero de 2023

La hora del lobo

 

Memoria de S. Alberico O. Cist., mj.

 

Viñeta de la portada de
La hora del lobo
José Mateos (2022)

Aprendí de mi Cavalcanti a leer la poesía de José Mateos. Mejor dicho, a disponerme a su contemplación. Espero desde entonces cada una de sus entregas como si fueran el mirlo imprevisto de un atardecer casi amanecido. Su poesía, depurándose más y más, en busca de una esencialidad última, tanto más pura cuanto más humana, es de una sencillez exigentísima. Como las nubes que observa pasando, detenerse con ella en ese instante en apariencia difuminado, apenas aprehendido, requiere una atención alerta para escuchar su canto con los ojos, para rozar su melodía con la memoria.

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En La hora del lobo regresan los temas, los motivos, los metros y los ritmos que definen el personalísimo perfil lírico de la obra de José Mateos. Breve como tantos de sus poemarios, su intensidad emocional, tan clara como honda, continua hiriendo el gozo vulnerado de la vida. El misterio del dolor, presagio de la hora sombría de esa muerte que el aullido del lobo anuncia, se vuelve a hacer presente en este volumen que es también un diario íntimo, formado de trazos en el papel de su aire. Apenas unas pinceladas y el lector intuye que, entre marzo y junio, el poeta exhala la respiración de un otoño traspasado por la enfermedad. Unos pocos detalles, una trama puntuada de silencios, tejen la densidad de su sentimiento.

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Nada sería más erróneo que pensar que la poesía de Mateos es ajena a los primores de la técnica. Mateos experimenta, indaga, busca, pero no practica jamás en un laboratorio. Toma contacto físico e inmediato con las palabras, con la cifra simbólica y vital de su sabiduría. Gaston Bachelard dijo: “El hombre es una creación del deseo, no una creación de la necesidad”. Bajo el peso del sufrimiento y del temor, el hombre afirma su humanidad en la alegría, no en la pena pese como nos pesa. Por la luz y desde el agua, el olor de la tierra que asciende al cielo alienta en él, en la cadencia de su verso, en sus hipérbatos, en sus rimas que deshacen como el jugo de la granada. Lo más elemental contiene la seriedad más difícil, la que juega sin ceder a la tristeza.

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La poesía de Mateos tan breve, decía, tan minimalista, que parece deslizarse entre los dientes de sus lectores, crece, florece, se abre. No les basta una lectura. Han de volver de nuevo al principio, recorrer sus bancales, pararse a mirar un brote. Puede que entonces empiecen a oír la palabra que les dirige. Dentro/fuera, ese doble movimiento que estructura La hora del lobo bajo el eco de citas cervantinas constituye el ritmo de una respiración que reconoce que en la cárcel del cuerpo donde toda incomodidad tiene su asiento su aspiración canta de tal manera que encanta. El poeta no es simplemente un yo que habla; es un yo que te habla: que necesita a su lector – aunque sea la muerte misma- para poder iniciar aquel canto que les trascenderá.

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En La hora del lobo se advierte a lo hondo el eco de las lecciones de sus modelos y de sus maestros. Resuenan, por ejemplo, el eco adentrado de José Jiménez Lozano, como en esas formas clásicas tan libremente tratadas en Epitafio cristiano o Anacreonte en La Carrandana, o el sfumato paisajístico de Ramón Gaya como acaso en El bodegón. Como siempre en su poesía, los metros de la poesía popular sostienen la dicción de no pocos poemas. La tendencia al verso libre, no obstante, está encauzada por una regularidad de los pies métricos que no renuncian a resonancias casi imperceptibles de la lírica medieval, como gotas de agua que ocasionalmente repiquetean en la piedra del brocal. Muy especialmente me ha llamado la atención su rigurosa correspondencia con el homenaje a la poesía china en Cartas a Li Po. En tres secciones la concisión de la imagen, la experimentación con los endecasílabos, los heptasílabos y los pentasílabos, las disposiciones alteradas de las estrofas brevísimas, el motivo universal de la barca que inicia el viaje definitivo y los motivos lunares idiosincráticos de Li Po, desdibujan y acentúan la emoción de un simbolismo en que el firmamento del cielo y de las aguas se funden en el instante deslumbrante y táctil de la palabra propia.

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En Canción de Pascua, justo en el centro de su poemario, Mateos retoma un tema central de su obra y que en este libro adopta nuevos matices de timbre: aun aceptada la muerte, incapaz de arrebatar el fulgor de la vida, ¿qué cabe esperar?, ¿es posible de por sí asumir que la maravilla de la vida se agote?, ¿no encierra en ella y por ella un presagio incierto de plenitud y no de destrucción? Porque para Mateos la esperanza no encierra una absurda creencia que nos libere de la angustia. Porque es esperanza, lo suyo es la angustia de una incertidumbre que no amenaza sino que obliga a asomarse a un vértigo insondable: “Noche cerrada. Niebla. / Así andamos, cautivos / de un amor sin respuesta, / de un silencio tan vivo / que nos tienta y nos llama / nadie sabe a qué abismos.” En ese abismo, que es lo único que queda al final, late la alegría del alma “como un puente colgante que se ha roto”. Entretanto…

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jueves, 5 de enero de 2023

Las últimas palabras de Benedicto XVI

 

Memoria de Ama Sinclética, vg. y Madre del Desierto

 


Al pedir el Papa Francisco que se intensificasen las oraciones por la salud de Benedicto XVI, supimos que había entrado en la agonía. Como con la edad da más apuro expresar los sentimientos íntimos, que en una sociedad como la nuestra suelen disolverse en la exposición pública de las más inmediatas emociones, he preferido correr a refugiarme en la liturgia de las horas.

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No pocas personas han expresado un sentimiento de orfandad. No es mi caso. Joseph Ratzinger pertenecía a la generación de mi padre. En un mes él habría cumplido cien años. La tenue melancolía de un duelo ya pasado ha matizado la tristeza de la nueva pérdida.

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Mi primer contacto serio con la obra de Ratzinger me llegó en mi etapa pseudoeremítica de Londres. El capellán de la residencia donde me alojaba, uno de aquellos pastores anglicanos que fueron recibidos por el benedictino Cardenal Basil Hume a mediados de los 90, me recomendó vivamente El espíritu de la liturgia que acababa de salir publicado. Recuerdo haberlo comprado en la Catedral de Westminster. Lo he vuelto a hojear estos últimos días. Andaba yo entonces enfrascado en los primeros pasos de mi interés por el «humanismo monástico» leyendo los más diversos oracionales desde S. Clemente de Alejandría a Antonio Porras, a quien debe de seguir sin recordar nadie. En los subrayados de mi ejemplar inglés advierto, en estado casi celular, la génesis de Poética del monasterio.



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Sin el testimonio de Benedicto XVI – sin su escritura- no habría encontrado el camino de Claraval, por más que a tientas y sin saberlo lo había estado buscando sin descanso.

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Cuando Víctor Núñez me pidió hace unos días un obituario para El Español, no dudé de que debía rendir tributo a quien, siendo para mí el último Papa monje, había vivido con la naturalidad más extrema el paso de la exégesis a la contemplación. Entre el Sábado de Gloria en que nació y el fin de la Octava de Navidad en que falleció, Benedicto XVI ha recorrido hasta el origen el camino de su salvación tras los pasos del Señor. ¿Cómo no reconocer que el modo más radical de estudiar la Sagrada Escritura consiste en orarla (y no solamente en orar con ella)? Como diría Léon Bloy, habría que ver en cada una de sus letras una gota de la preciosísima Sangre de Cristo derramada por nuestra Redención.  

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Se ora la Escritura sólo en una perspectiva escatológica. Desde Patmos. Entre Pedro y Juan siguen resonando las palabras del Resucitado: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme” (Jn 21,22).

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Mucho se han resaltado las últimas palabras atribuidas a Benedicto XVI antes de expirar: “Jesus, ich liebe dich”. “Jesús, te amo”. Me resisto a ver en ellas únicamente una jaculatoria piadosa. En su ternura estremecida, su concisión habla de un encuentro en los pronombres – de una amistad- en el que el verbo debe de custodiar las resonancias de la historia de toda una vida…

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Al rezar el Oficio de Lectura me ha salido al paso el Salmo 18. Me ha conmovido profundamente. No he podido sino encomendarlo a la memoria de Benedicto. Según la interpretación habitual, David entona en él un Te Deum real en que da gracias a Dios por su amor en medio de las difíciles vicisitudes de su existencia entera. Con pasión proclama de entrada: “Yo te amo, Señor” (Sal. 18, 2). La Biblia católica alemana traduce: “Ich will dich lieben, Herr”. Leer el salmo entero a la luz de la vida de Benedicto, sobre todo desde su elección papal, cobra una extrema densidad litúrgica e histórica. Como su único Maestro, todo cristiano debería leer su vida iluminada por la Escritura. En la Cruz Jesús clamó al Padre por su abandono con las palabras de un salmo, el 22, que culmina en acción de gracias y triunfo. En Mater Ecclesiae Benedicto ha exhalado su espíritu, devolviendo a su fuente la única realeza debida: “Por eso te daré gracias entre las naciones, Señor, y tañeré en honor de tu nombre” (Sal 18,50).

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Esa dimensión litúrgica última, escatológica, que le está reservada ejercer de un modo misterioso y hondo al Pescador, no es ajena al arte en que se encarna su aquí y ahora irrepetible. No he podido tampoco evitar escuchar en el tañer final de Benedicto, antes de entrar en la eternidad, un eco de la canción sacra BWV 468 de su admirado J. S. Bach. No por azar lleva como título “Ich liebe Jesum alle Stund” (“Amo a Jesús a toda hora”). Lean, hermanos lectores, sus seis estrofas, con su remate rítmico. Mientras la escuchen, lloremos juntos pidiendo que la luz perpetua brille sobre él.

 

No abandonaré el amor a Jesús

como se lo he prometido,

hasta que se extinga la luz de mi vida

y mi corazón se rompa.

Amo a Jesús en la angustia,

lo amaré hasta la muerte.

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martes, 13 de diciembre de 2022

Completas en Barcelona


Memoria de Sta. Lucía, v. y mr.



 

Un par de semanas antes de las Laudes en Sevilla celebramos unas Completas barcelonesas. A fin de iniciar las presentaciones públicas de Poética del monasterio, nada podría en apariencia resultar más sorprendente y lógico que oficiarlas en mi nueva casa de La Salle, cabe la proximidad espiritual, escondida y noble, de la estatua de su fundador. Adquirió el acto la tonalidad de una velada entre amigos, a media luz, cuando se extingue el rumor ajetreado de un día en un Campus universitario. Afuera se escuchaban todavía ecos apagados. Adentro se formó un silencio de voces nítidas.

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Rosa Maria Alsina, menuda y decidida, con la energía suave y firme de una ingeniera que lee a George Bernanos con la misma naturalidad con que investiga el procesado de la señal, dio la bienvenida con una profundidad sencilla y certera. Que una persona de vocación tecnocientífica incorpore como irrenunciable la formación humanista, por más excepcional que hoy en día parezca esta conjunción, en una y otra dirección, me resultó providencial para introducir una obra solitaria que, como no me he cansado de repetir, presenta tanto el plano de un monasterio, simbólico y físico, como los dispositivos históricos y sociales de su construcción: una arquitectura en el tiempo, su poética.

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Desde joven me ha mortificado que una mayoría de lectores sienta la obligación, que agradezco, de excusar las que consideran sus limitaciones ante mi escritura por su dificultad. Sobreentendidos, asumo que guardan una objeción y un reproche que seguramente merezca. Confieso que nunca he sabido explicarles que esa falta es la muestra de mi respeto, y hasta de mi amor, por ellos. La famosa frase de Ortega: “La claridad es la cortesía del filósofo”, siempre me ha parecido sobrevalorada. Contiene quizás un punto de condescendencia cínica, como si viniera a decir: “Contemplad, lectores, y admirad este hermoso jardín que he cultivado para vosotros, oh maravillosos inútiles, incapaces ni de ayudar ni de acompañar la tarea de roturarlo”. Como no soy un genio, simplemente propongo al lector que me acompañe en la búsqueda que emprendo, nunca al buen tuntún, jamás con el programa detallado de actividades incluido en el paquete turístico de una agencia de viajes. En todo peregrino debería latir el aventurerismo del espíritu. Al lector de mis libros no le presento solamente los resultados de mi investigación, ni tampoco le proporciono informaciones generales como si participase de una visita guiada. Con él, simplemente, comparto la aventura personal de un desierto por descubrir y en el que debe adentrarse, sin ninguna garantía, detrás de mí. Puede ser irritante e incluso desesperante en ocasiones, pero, honradamente, quiere cumplir con (no) dar lo que (no) ofrece.

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Del P. Borja Peyra, O. Cist., robusto y habitado, no cabe esperar sino un sí, sí o un no, no. No quiere decir que no sea flexible para atemperar sus ondas, pero no dejan de resonar rotundos. Comenzó su intervención disintiendo sobre el efecto sugestivo del título. Como buen monje, teme los efectos de la fascinación estetizante que los monasterios suelen ejercer. San Bernardo, dijo, siempre fue refractario a los intelectuales y, sin embargo, jamás había cesado de escribir y de argumentar. Por ello, confesó, aliviado, que a la tercera página se habían disuelto sus reticencias. Me emocionaron los dos comentarios con que continuó. En la sucesión de citas que inundan el libro, no había advertido erudición sino a un hombre que se descubría a sus lectores en todo aquello que había leído y meditado, como había enseñado a hacer la tradición monástica a lo largo de los siglos. Por ello, en las partes cuya lectura más le había costado seguir descubrió que ejercían la función de aquellos lugares escondidos (pasillos, cuartos, casitas, cementerios…) que integran también un monasterio y que, sin ser esplendorosos como la iglesia o el coro o el claustro, son indispensables, en su sencillo abigarramiento, para su construcción. En conjunto quiso destacar que el esfuerzo gramatical del libro se apoya en el horizonte escatológico que debiera fundar la vida cristiana. Tras estas reflexiones, sin hacer uso de ninguna ficha, el P. Borja inició una homilía sobre la relación entre la crisis de las tres instituciones que intenta describir el libro (Familia, Escuela, Iglesia) y el motivo teológico de la Caída que creo que dejó a toda la audiencia en una atención suspendida de sus palabras. Seguramente peco de parcialidad, pero me pareció que le había sido inspirada por su padre, el abad de Claraval.

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Como los huéspedes de un monasterio, también mi Poética se alegra de acoger tres tipos de lectores. De uno ya hablé en este cuaderno: siempre quejoso, henchido de razones, susurrará los defectos y las inconsistencias, ciertas y reales, de sus materiales y de su espíritu. Otro poco a poco podrá ir descubriendo el sentido de esa nada literal que parece extenderse entre las diferentes horas del Oficio que pautan la jornada. En ella aprenderá a dejar emerger las fuentes más secretas e incómodas de su creatividad. Al margen de que sea o no su sitio el monasterio, advertirá que en este se pone en juego algo decisivo que le dirige hacia sí mismo. Por último, ojalá algún lector encuentre en ella materiales para edificar su propia ermita interior. Lo propio de un monasterio no es proporcionar asilo, sino ofrecer hospitalidad. Con su ritmo cotidiano, lleno de repeticiones, introduce una discontinuidad en la rutina. Al captarla, se puede regresar al “mundo” sin aferrarse al silencio y la soledad, consciente de una esperanza: estar cara a cara con Dios pasa por una hospitalidad que sobrepasa cualquier arte para que brille lo imprevisto de la virtus: el encuentro fraterno entre dos personas. Los tres lectores son bienvenidos a este claustro. En cada uno de ellos se ha ido perfilando el rostro de su leescritor.

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sábado, 3 de diciembre de 2022

Laudes en Sevilla


Memoria de S. Francisco Javier, pb.

 

Virgen de la Antigua,
Anónimo (siglo XV)

Se han cumplido seis años desde que presentamos en Sevilla Memorias de un güelfo desterrado. Mi heterónimo Cavalcanti escribió la crónica de aquel acto íntimo e intenso como si fueran unas vísperas güelfas. Hace unos pocos días volví a la ciudad hispalense, con su recuerdo bien presente y de nuevo casi en intimidad, a celebrar la presentación de Poética del monasterio. En su memoria, misteriosamente, me esperaban unas laudes imprevistas.

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Repetiré siempre que de Ignacio Trujillo, hospitalario como pocas personas que haya conocido, recibí en mi primera visita sevillana la confirmación de ser escritor. Hasta que uno no siente las palabras que ha redactado en la voz de un lector, notándolas extrañamente familiares, pero ya no suyas, porque han pasado a circular por otro torrente sentimental capaz de comunicarlas, hasta en susurros, a nuevos lectores, no puede decir que su vocación se haya cumplido.

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En una gratísima comida en el Real Círculo de Labradores, a la que me extendieron una amable invitación acompañando al amigo Ignacio, pude hablar con los notables comensales que nos tocaron al lado, con sencillez, de espiritualidad y de cultura, de realidades sociales y políticas. Me escucharon con respeto y discreción defender principios Tradicionales con los que seguramente no comulgaban del todo. ¡No sabrán cómo se agradece en este tiempo mantener una conversación civilizada! Al final el Presidente tuvo la amabilidad de anunciar el acto de presentación de la tarde y de agradecer mi presencia, llegada, dijo, desde “tierras lejanas”. Me salió del alma exclamar: “¡Cercanas! ¡Cercanas!”. Ignacio y otro comensal próximo asentían sonrientes.

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Mi padre nació en La Habana. De niño vivió en Madrid, pasó la Guerra en Sevilla y su juventud la completó entre la cuenca minera y Oviedo, antes de regresar a la villa y corte. He crecido en ella, me forjé en Londres y he amado en Barcelona. No hay un solo paisaje de esta península nuestra, siempre a punto de desgarrarse, que no extreme fibras de mi sensibilidad, como la nota final, lejana, del Cuarteto número 11 para cuerda de Shostakovich.

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Camino de la estación a primera hora, Lutgardo García me había enviado como bienvenida su delicada, y generosísima, Tribuna Abierta publicada esa misma mañana en ABC. Entre “Raros y antimodernos” sentí la carga ligera y abrumadora de ser empujado, como si me acercase de rondón, a la mesa de grandes maestros: Léon Bloy, Marcelino Menéndez Pelayo, Aquilino Duque, Nicolás Gómez Dávila o José Jiménez Lozano. Admiro muchísimo la prosa exquisita de Lutgardo, y su finísimo verso, que ya había degustado en La llave misteriosa y que, después del acto, volvería a regalarme con El caudal infinito. Escucharlo otra vez ahora, con la precisión barroca de su dicción natural, renovaba y ampliaba la alegría de hace seis años. Sé que callaba que tal vez había debido declinar un compromiso imprevisto surgido a esa misma hora. Esas pruebas de amistad jamás se olvidan, porque obligan a un silencio que no puede medirse. Concluyó su intervención con la certeza, dijo, de que Bloy me habría acogido como al último de sus ahijados. Peregrino de lo absoluto, se lo habrá recompensado con la disipada ingratitud de sus oraciones más pródigas.

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Ignacio y yo vagábamos entre las calles sevillanas al atardecer, entre la casa donde Cernuda pasó su primera infancia y la casa donde naciera el Cardenal Wiseman. Justo delante de otra gran casa, señorial, nos detuvimos un instante, mientras me explicaba su historia con unos detalles que me la hacían imaginar en su fantástica integridad. Fue reemprender la marcha y topar con sus dueños. Como si fuéramos arrebatados por una claridad sobrerreal recorrimos, en la voz y la compañía del amigo de Ignacio, estancias, comedores, bibliotecas y patios mudéjares, emergiendo aquí unas columnas con mármoles de Carrara, allí el pavimento con un mosaico romano, todo entretejido de vida familiar y de historia. Un Zurbarán discutido, un extraordinario Pacheco y, sobre todo, un san Jerónimo penitente, atisbado al final de un pasillo, filtraban dentro de mí una luz que casi se disolvía en mi respiración. Salimos hipnotizados, creo. Recién anochecido, desembocamos en la Plaza de la Escuela de Cristo, de una blancura traspasada de un imposible y cierto añil alimonado.

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Lo mejor de presentar un libro -en su fondo, secreto- lo proporciona desvirtualizar personas que nos seguimos por las redes. Casi podría decirse que es milagrosa la comunión espiritual que retazos de nuestras vidas suscitan en otros. A veces una palabra inoportuna destroza una relación humana. ¿No es, al contrario, una maravilla que palabras pronunciadas en apariencia ocasionalmente y casi al azar hayan alcanzado a alguien como si le estuvieran dirigidas especialmente y, al reencontrarnos, fuera lo más natural continuar la charla que habría quedado en suspenso?

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Al día siguiente me propuse oír Misa en la catedral. Se celebraba en la Capilla de la Antigua. Me senté en un lateral en la parte trasera. Nos invitó el sacerdote a reconocer nuestros pecados. Alcé un poco los ojos y quedé pasmado. Los ojos de la imagen de la Virgen me miraban con fijeza entrañable -y, por qué no, irónica también-. Quizás fuera la posición, la iluminación o las emociones acumuladas durante un día. Aquella mirada entablaba un diálogo conmigo que no requería la más mínima palabra. Debía sostenérsela para que siguiese mirándome con una melancolía transcendida. Comprendí perfectamente que el Niño la observase hechizado. Seguía la Misa con una extraña atención, sin poder apartar la vista de Ella. Señalándose la rosa en el pecho, parecía decirme que, si quería descubrir su secreto, debía volver los ojos dentro de mí: allí encontraría su cifra. A los pies de esta imagen, con facciones tardías del gótico flamenco, se postraron hace quinientos años los marineros que lograron regresar de la vuelta al mundo. Ahora seguía conservando intacta la belleza de su rostro adolescente, tras cuyas facciones pintadas por una humilde mano anónima asomaba una sabiduría tan inalcanzable como cercana. No salí de la capilla transfigurado. Simplemente noté el resplandor incendiado de mi niñez antigua.

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Al final de la presentación, con vehemencia, defendí que la desaparición del padre, del maestro y del monje era sólo el objetivo penúltimo antes de poder asaltar definitivamente el Edén y así acabar de profanarlo. Custodia su interior, como un altar eucarístico, la Madre, que es Esposa y es Hija.

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