sábado, 5 de junio de 2021

La ruina y la liturgia (Respuesta V)

 

Memoria de S. Bonifacio, ob. y mr.

 



Estimado José Antonio:

Como empieza a ser ya costumbre en este epistolario, recibí su última misiva, de tan esperada, como una sorpresa iluminada. La leí entonces con delectación y casi me lancé de inmediato a bosquejar esta respuesta. Me detuvieron esas obligaciones académicas, torpes y desmañadas, que embotan el ánimo y a las que sucumbe la inteligencia. Como en aquel soneto que nos hacían aprender de memoria todavía en la escuela, quedé obligado a sentarme en el duro banco de una galera psicopedagógica…

Ensayo la huida desde esos hoscos deberes hacia la libertad de nuestra conversación en este incipiente mes de junio. Con un fresco que recuerda todavía un marzo evaporado y el olor perdido de las Cruces de mayo regreso a su carta. La releo paladeando su estilo, tan personal, tan reconocible, tan asentado en una tradición que resuena en mi memoria a través de otras lecturas. En esta ocasión, larga y ondulada, brilla con una especial luz levantina escrita en medio de Castilla. Bajo esos periodos suyos tan precisos y fulgurantes, se cuelan, tamizados, ecos fugaces y terrosos que dan consistencia a la atmósfera valenciana. Sin parecerse, siempre el ritmo de su prosa me ha despertado un vago aroma azoriniano, como si su sintaxis envolviese con la fragancia de una exactitud impresionista sus rasgos claros y góticos, ojivas translúcidas del horizonte castellano…

¡Discúlpeme! Estoy incurriendo en esa manía profesoral, crítica, que suele adherirse como una costra a la sensibilidad literaria y que le impide casi siempre el contacto fresco y directo con la belleza. No he podido resistir la tentación. Entre sus líneas empiezo a advertir algunos de esos ejes que vertebran nuestros modos de representar la realidad, tan distintos entre sí y, sin embargo, no tan distantes como para impedir nuestra conversación. Al contrario, en sus mutuas resonancias desdibujan con más rotundidad sus perfiles. Nuestra correspondencia, quizás, es un esfuerzo vibrante por comunicarnos esa pasión que a cada uno nos devora.

En sus líneas últimas me iba usted describiendo la experiencia de unos asuntos de los que nuestra época se ocupa como si fueran lotes de una perezosa arqueología divulgativa. Los cataloga en lotes que quepan en las casillas de una hoja Excel bajo la etiqueta de “Bienes de interés turístico”. Habla usted de monasterios reconvertidos en parques de atracción de un par de autobuses guiados al año y de unos cuantos flaneurs de fin de semana. Ruinas repeinadas, la liturgia de esos lugares ha sido arrojada al ergástulo de un horario de visitas.

Como buen levantino, ya digo, su mirada se demora en los relieves de un paisaje tanto más intenso cuanto más imperceptible. Su tempo se alza como el mapa de una memoria que proyecta de manera cónica sus líneas de fuga. El mío, abstracto, escarpado, tal vez reducido a líneas, más que esenciales, esquemáticas, apenas puede intentar otra cosa que transmitirle un sentimiento de impotencia y de abandono que, en modo alguno, es de desesperanza.

He advertido en varias de sus cartas la alusión a su dáimon que hace de usted, cabal, esa figura pagana que arde con fuego heracliteo en la entraña católica de un meridional. Sospecho cada vez con más fuerza que, en el aliento más recóndito de mi alma, vacila una llama, siempre a punto de apagarse, semítica.

Le confieso que siempre me he encontrado «a salvo» en esas estancias de mayor secreto que asumen los símbolos de la intimidad. De muy niño solía encerrarme en mi cuarto dentro de una tienda india formada con tres palos que sostenían un tergal muy basto. Allí comía y pasaba las hojas de las ilustraciones coloreadas de una biblia infantil en tres volúmenes. Amaba esconderme tras las cortinas, junto a la alacena de la cocina de la casa de mi abuela, en su mirador, tras los faldones de una mesa camilla en la habitación de mis padres, en las esquinas más inaccesibles de cualquier hogar.

Acaso un psicoanalista descubriera en esa constante tensión que prefiguraba mi fuga mundi las innegables tendencias depresivas que rondan a todo soñador de los claustros. Contra ellas combatimos, como Jacob, hasta el alba escatológica de nuestra existencia terrestre. Un psicólogo de la imaginación captaría, en cambio, bajo los símbolos que han adoptado mis ensoñaciones del reposo una profunda intimidad con la conciencia de la muerte y de la resurrección. En un pequeño volumen Gastón Bachelard decía que “la gruta es más que una casa, es un ser que responde a nuestra era con la voz, con la mirada, con el aliento. Es también un universo”.

Allí, allí dentro, donde el terror y el gozo aprenden a acompasar sus ritmos, he ido tanteando la topografía del libro, como el espacio abierto donde la miel y el vino que han de probarse en cada letra acompañan esa escala que Guigo el Cartujano acabara de encajar en el siglo XII desde la lectura y la meditación hasta la oración y la contemplación. La búsqueda a tientas de un Dios desconocido requiere atravesar de noche los desiertos de la vida cotidiana.

Suelo acogerme de tanto en tanto a la hospitalidad de algunos monasterios. En uno de ellos, el hospedero solía comentarme, entre risas, cuando marchaba: “Llegas ajado, con color ceniciento, y en tres días reverdeces”. Como el cactus, agradezco introspectivo unas pocas gotas de agua pura.

Recuerdo con viveza una estancia que ya he contado en algún otro lugar. Durante unos pocos días, simplemente me dedicaba a seguir todas las horas litúrgicas y a leer entre maitines y laudes y tras completas unas cuantas páginas de la Guía espiritual de Castilla, de José Jiménez Lozano. Días de niebla intensa por la mañana y de atardeceres planísimos que se extendían con el eco del búho hasta que la noche quedaba perfilada en su elíptica luminaria se me sucedían contemplando atento el reflejo de la luz en el cimborrio de la basílica. Antes de cada llamada al Oficio paraba el oído al sonido de las piedras restregadas por los pasos inciertos de algún monje sobre el fondo acuoso de una fuentecilla.

En la Regla del Carmelo como en el Císter Jiménez Lozano apuntaba una estética de la desnudez total cuyos rasgos decisivos serían la pobreza y la pequeñez. En un rayo entrevisto a través del arco de un absidiolo suele anunciarse la percepción simple de una belleza invisible que debe uno recorrer para intentar encontrar nada. La gente visita los monasterios, mira aquí y allí, se asoma a cada interior y apenas puede evitar una mueca de chasco. Unos pocos encontramos descanso.

En efecto, no hay nada. La nonada, la insignificancia, es exactamente el mejor protector de ese secreto que se transparenta sin ningún tipo de trampantojo. Si se quiere todo, debe uno dejarse guiar por nada. Si se quiere y se ama nada se encontrará todo. Esa es la dialéctica que el nihilismo detesta: en el todo sólo emerge, caótica e indiferenciada, la nada; en nada brilla, creadora, la Palabra a punto de obedecer el mandato divino. 

Suele citarse a San Juan de la Cruz casi como si fuera el portador de un conocimiento oscuro y gnóstico. Como lo define Jiménez Lozano, el místico, buscador de lo Absoluto, es un anarquista espiritual. Esa sobrevalorada, vanidosa, henchida autoconfianza de que lo indecible es un desbordamiento de sentido que la palabra no alcanza a contener pierde la humildad radical de esa mirada pobre. No es un sobrante de significado, sino una falta que el deseo, insaciable, lleva grabada como el signo -como el toque- de su divinidad. Es la llaga escondida, la dulce herida sobre cuya carne nuestra época antimetafísica ha lanzado el martillo de su filosofía. No es posible restaurar su cicatriz; basta imaginar sus huellas desfiguradas. Michel de Certeau definió que “es místico aquel o aquella que no puede parar de caminar y que, con la certidumbre de lo que le falta, sabe de cada lugar y de cada objeto que no es eso, que uno no puede residir aquí ni contentarse con esto”. El místico de Certeau naufraga. El otro místico sospecha que en realidad esto nunca ha estado aquí.

Siga con bien,


APP

jueves, 29 de abril de 2021

El monte santo de Isaías (Respuesta IV)


Memoria de San Hugo de Cluny, abad

 


Estimado José Antonio:

Como le insinuaba de pasada en mi anterior carta, me produjo una fuerte impresión su reflexión en torno a la visita que había rendido a Santa María de Palazuelos. Confieso que me sirvió de motivo de meditación en la pasada Semana Santa. Le cito: “Mirando un poco más a lo ancho, nos damos cuenta de que si Cristo no es logos-nous, la historia de Europa es un fraude”. El fondo de este argumento, que ha logrado tallar con diamantina formulación, no deja de perseguirme desde que llevo dando vueltas a esa especie de estética personal, de andar por mis adentros, que he llamado stilnovismo claravalense. De algunos de esos dolores me gustaría conversar con usted en esta ocasión.

Compartiremos que a Europa no le ha importado convertir su historia en un fraude con tal de negar la palabra y la inteligencia del Siervo sufriente de Isaías. De hecho, su actual articulación, impulsada desde la crisis de su Constitución abortada, consiste precisamente en convertir el fraude intelectual y moral de sus intereses en la nueva historia que nos quiere imponer desde la progresiva implantación de una ética bioeconómica. La única fuerza que habría podido resistir, vencida y amedrentada, la Iglesia Católica, casi está suplicando que se la admita como convidada de ese contraescatológico Nuevo Orden Mundial que se agita como esperanza de una inmanente tierra prometida o como signo apocalíptico de destrucción de la civilización occidental.

Frente a todos los análisis que se pueden esbozar, a los que tan propensa es una época que ha sustituido la filología y la filosofía por esa excrecencia que lleva por cacofónico nombre politología, tal vez quepa oponer una reflexión antihistoricista. No por ello necesariamente sistemática, a menudo suele adoptar una forma aforística, con una voluntad de plenitud fragmentaria. No se trata de derrocar el mundo en los límites del lenguaje, sino de palpar los orificios por los que resuenan, como en una concha, los ecos lejanos de un mar que hace de nuestra condición finita y mortal una llamada trascendente.

Lev Shestov decía que “la historia no es un teatro anatómico, y es perfectamente admisible que los historiadores deban algún día rendir cuenta a los difuntos”. Aun en medio de tantas profecías transhumanistas, advierto, con cansancio, que han vuelto, como si padeciésemos de insaciable bulimia, los mismos debates de los años 70. Un largo periodo de hibernación -casi de criogenización- ha acabado permitiéndoles seguir incubando la fantasía operativa e indesmayable de un retorno de lo idéntico.

En el caso español esta situación adquiere los rasgos de una farsa, que no es marxista en el sentido que se atribuye normalmente a la famosa frase sobre la repetición de la historia, sino freudiana en tanto que regresión a traumas originarios. La pulsión de muerte funciona como su inabarcable principio de placer. Variante histérica, el populismo, otro abracadabrante concepto que genera infinidad de exégesis inanes, es un fenómeno radicalmente anacrónico.

En más de una ocasión he recordado que, según mi profesora de filosofía de la Universidad, debí haber nacido en el siglo XII para poder convertirme en secretario de San Bernardo de Claraval. Para una mentalidad historicista cualquier intento de cumplir aquel destino resultaría la típica ensoñación reaccionaria. ¿No existirá forma de escapar a la prisión de la modernidad, que nos ha convencido de que, como el presente, no hay nada? ¿Es posible dar cuenta de nuestra moribunda naturaleza a los difuntos que, viviendo en nosotros, aún mantienen con pulso, intacta, nuestra más íntima vitalidad? De lo contrario, ¿qué nos queda? El político de izquierdas fijado en poses maoístas o el cura que sigue llevando una estola como un foulard con los colores del arcoíris.

Vuelvo a aquella frase suya para confirmarle algo que seguramente ha estado previendo. Sólo la liturgia nos puede salvar, porque nos pone a salvo de un tiempo prefijado y aleatoriamente programado. No es casual que todos los esfuerzos de los últimos cincuenta años subrepticiamente hayan ido destinados a destruir cualquier compromiso litúrgico de la realidad. La liturgia transfigura la existencia. Es un fuego cuyas brasas jamás se extinguen, porque, como la zarza ardiente, arde sin consumirse.

Nuestra época no niega a Dios. Lo quiere suplantar borrando su huella en nuestro rostro. Desea asaltar el Edén tanto como pisotear la zarza ardiente. No logra concebirlos más que como jardines vallados que cabe profanar como una horda de hooligans pateando los parterres de Versalles o familias endomingadas recostadas sobre los prados de Hampstead.

Insistiré siempre en que la liturgia no nos sitúa fuera del tiempo; nos anticipa el quicio de la eternidad. Tan poderosa es que hemos renunciado a considerarla más que la repetición piadosa de ritos. No hay liturgia que no una la oración y el trabajo. Vaciados el uno y el otro, como usted advertía, sólo queda pasear entre ruinas restauradas que devuelven el eco sordo de una estancia vacía o sirve tan sólo para reproducir muecas absurdas y símbolos matemáticos carentes de carne y de espíritu.

¿Es la liturgia puro espiritualismo interior? Desde joven una y otra vez me he repetido la pregunta del Salmo 14: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?”. He encontrado con los años una respuesta a mi búsqueda en el profeta Isaías: “No te hablé a escondidas, en un país tenebroso. No dije a la estirpe de Jacob: «Buscadme en el vacío». Yo soy el Señor que pronuncia justicia y declara lo que es justo”.

Recuerdo en mi infancia que a mi padre le entristeció que en un artículo de ABC un respetado filósofo católico apoyase prescindir de la primera lectura, veterotestamentaria, en la liturgia del nuevo orden de la Misa, como se había convertido en costumbre en no pocas celebraciones. Vivíamos en aquella época el resurgimiento anacrónico del nestorianismo que daba por acabada, con la Tradición, la figura misma del Padre. Se soñaba que la revelación sería siempre nueva; el Hijo construía siempre de nuevo, desde cero, su historia; la liberación estaba ya cerca; era preciso mirar adelante y deshacerse de rémoras que no paraban de obstaculizar un avance luminoso. Aun trabado en sus propias contradicciones, o a causa de ellas mismas, en su propia caída su triunfo resulta, en este momento, casi por completo indiscutible.

Comoquiera que en el vacío, donde se edifican las nuevas sentencias, Dios no será encontrado, se declarará por enésima vez abolida aquella liturgia nueva por eterna que, silenciosa, aún enciende en soledad los corazones de sus fieles. Aun entre murmullos inaudibles, cabrá pronunciar con firmeza más todavía entonces: “Fiat”.

Con mi admiración,

APP


miércoles, 21 de abril de 2021

Vanidad y caza de viento (Respuesta III)

 

Memoria de S. Agustín de Canterbury, ob. y dr.


Cristo en el desierto,
Iván Kramskoi (1873)

Estimado José Antonio:

Voy releyendo su última carta mientras siento, sin melancolía y con claridad, qué lejos está mi experiencia urbanita de la refrescante inmediatez, física, que expresan sus palabras. ¡Es el atributo de los clásicos! No se limitan a designar la realidad que emerge de ellas como al amparo de un conjuro. También la custodian de las amenazas que profiere atronadora esa jerga actual que, oculta tras las más variadas máscaras, nos aflige machaconamente. Como aun abigarradas dejan vacía -y aburrida- el resto del alma que no hayan podido todavía devorar, sólo cabe oponer unas pocas verdades, como la suyas, con la sintaxis flexible y sencilla que susurren las nubes reflejadas en el arroyo de nuestra imaginación.

Frente a la conceptualización abstrusa que se autoproclama “discurso dominante”, me ha dado su carta el descanso de la anécdota trascendida, concreta, particular, en el bar de su pueblo, o en la acuarela con que traza su visita a un monasterio cuya función sobrenatural ha devenido simplemente instrumental, turística, desvanecida. Este tema que usted plantea con punzante plasticidad quizás sea motivo para la digresión de otra carta.

Como ve, no dejo de debatirme en cómo emprender el camino de esta contestación que parece seguir demorándose. Debo confesarle que sus páginas me han arrastrado a la infancia casi de un modo natural, como si mis recuerdos se convirtieran repentinamente en vertiginosas semillas de diente-de-león. Aunque quisiera contrarrestarlos deteniéndome en sus agudas reflexiones sobre el Císter y la pérdida del sentido noético de la Palabra hecha carne, me declaro ahora vencido por ellos.

Comoquiera que temo acabar complaciéndome en la sátira, esa forma de saturación con que pudiese desahogar en la conversación dolorcicos del espíritu, me atreveré a pasear de amanecida y sin rumbo fijo aquel pinar lejano de la adolescencia. Apenas me detendré al borde de un claro, absorto ante unas piñas secas, zigzagueando en busca del canto más puro de un zorzal cuyo eco vibra ya ausente por completo en mi memoria.

Usted me entiende, ¿verdad?, pues la amistad que hemos empezado a tejer entre estas líneas cruzadas, como cualquier forma humana de comunidad, sólo puede sostenerse con los vínculos sagrados que anudan la tierra, el agua, el aire o el fuego -y jamás los impuestos, la sanidad pública o la reforma del código civil o penal-.

De paso, sin prestar mucha atención, me llegaba el otro día, como un rumor, la intervención de un político joven que pontificaba con sulfurada contención, como aquellos curillas posconciliares tan ágiles para detectar la mota en el ojo ajeno y atribuirle la dimensión de las vigas con que han ido derrocando los cimientos de sus nuevos templos. Su cháchara giraba tópicamente sobre una cuestión de micromachismos y de la injusta tranquilidad que la gente como él tenía de volver a casa tras una fiesta sin temor de ser agredido. No pude evitar pensar en qué suerte de mundo se había criado.

Más allá de Ventas, en aquellos desmontes donde a finales de los 70 podías seguir tropezándote con un ragazzo de la Via Gluck, entre aquellos descampados almodovarianos, todavía podías dar una patada en el suelo y que a veces se te tragase el Abroñigal o que te saltase una chispa de la estación subeléctrica junto a la cual se montaban las hogueras de San Juan. Para mí la primavera, ese fresco que te recorría las rodillas ya rozadas nada más estrenar los pantalones cortos que acababa de recortar tu madre, está asociada al alquitrán. Olerlo me retrotrae a aquellos años de bicicleta y ocasos lentos, a finales de abril o principios de mayo, cuando las lluvias habían pasado y las tardes de domingo eran un silencio ventoso y deslumbrado, y empezaban a asfaltar las calles ganadas a ese eufemismo que calificaba de "casitas bajas" unas pobrísimas edificaciones de barro.

En alguna ocasión invernal se iba la luz en el puente a las siete de la tarde. Había que cruzarlo para llegar a casa y no se disponía de una moneda para buscar una cabina telefónica. Al llegar a la altura en que durante meses se fue descomponiendo un gato negro uno empezaba a recuperar el aliento atormentado por fantásticas figuras. “¡Venga, el peluco; y no corras, que es peor!”. Quedaba por atravesar el último descampado esperando a que, si te salía un grupo al paso, lo liderase un antiguo compañero expulsado del colegio.

Adolescente también, en alguna ocasión me habría entretenido al salir de la parroquia. Una noche, mientras aceleraba el paso, una chica conocida sólo de vista se me acercó toda asustada. Casi a la puerta de su casa, había visto a un tío raro deambulando por la calle. Más que pedirme que la acompañara, debí de sentir que nos concedía la oportunidad de demostrar que, aun no teniendo ni media bofetada, era digno de esa comunidad a la que pertenecíamos. Con una sonrisa la acompañé como si fuera un novio formal, a dos pasos de distancia. Nunca más volvimos a hablar.

Tal vez aquello fuera ya entonces irreal, pero si ahora esta confesión le convierte a uno en reo de la gehena no se debe a su falsedad ni a constituir una prueba de opresión y de culpa interiorizada, sino a que refleja una silenciosa solidaridad que se declara intolerable, porque no puede ser reglamentada ni sancionada. Lo que resulta espeluznante de esta época es la agobiante sensación de que, hagas lo que hagas, siempre estás en falso ante los predicadores de su propio interés. Gesticula, búrlate, vacila; da lo mismo. Todo confirma que eres su prisionero. Alivia tanto como abruma saber que, como diría Qohélet, también esto es vanidad y caza de viento. Quienes niegan la razón de cualquier dios, no pueden sino exigir un infierno con póliza antincendios.

Vínculos sagrados significan algo que excede eso que llaman para abreviar biopolítica. En este mundo quizás sólo quepa aspirar a habitar en el mejor de los casos el Purgatorio, donde los sufrimientos, intransferibles, podrán ser infernales, mientras que la esperanza, compartida, es paradisiaca.

Acaso porque esos vínculos garantizan la libertad individual más inviolable, los momentos más intensos de revelación, apenas unos segundos en que el mundo se detiene sin pensamiento y sin sentimiento, sólo puro ser en tensión que contiene lo que eras y serás cuando no seas, de un modo imperceptible y anodino para quienes te rodean, se me presentan en símbolos surgidos de lo más elemental: el repiqueteo veraniego de un hilo de agua en la piedra húmeda de una pila en El Paular, el azul del mar sobre la arena decembrina del Saler, una noche serena atisbada tras el cimborrio primaveral de la Cuenca de Barberá, el cielo en forma de herradura otoñal de una carretera vallisoletana….

¿Para qué le cuento estas cosas que había olvidado y de las que nunca me ha gustado hablar? ¿Qué más puedo decirle ahora? Como se me atropellan las imágenes, debo darles descanso. Guárdeseme bien hasta la próxima.

Suyo,


APP

viernes, 19 de marzo de 2021

Los hijos de Laocoonte (Respuesta II a José Antonio Martínez Climent)


Solemnidad de San José, patriarca


Laocoonte y sus hijos,
Agesandro, Atenodoro y Polidoro de Rodas
(siglo II a. C.)

Estimado José Antonio:

Mientras andaba cavilando si mi respuesta a su primera carta no habría incurrido en el error urbanita que Vd. había denunciado con tanta sagacidad -el de estilizar, bajo una advocación virgiliana, la vida de la imaginación como la que ha sufrido el campo-, he tenido la agradable sorpresa de recibir su nueva misiva. ¿No cree que de algún modo esas líneas que, por su iniciativa, hemos empezado a intercambiar nos están invitando a recorrer juntos algunos de los paisajes solitarios, no aislados, que no nos cansamos de contemplar?

La amistad, sobre todo a nuestra edad, se decide menos que nunca. Raramente llama a la puerta. Surge, imprevista, de una conversación que prolonga y graba el eco de otras entrecruzadas aquí y allí. De tan circunstancial en apariencia, ¿no será providente en nuestro caso?

Sentémonos, pues, no sé si a la sombra de un álamo o de un ciprés, como los que observa desde su casa castellana o con los que sueño ahora en mi memoria citerior. La escritura siempre prueba a acortar la distancia del tiempo y del lugar. ¡Quiera Dios que los difumine en esos momentos en que nos reclinamos sobre nuestros escritorios!

¡Pues cómo ha resonado y con qué fuerza al oído esa tarea formidable que el último párrafo de su reciente carta encomienda al monje, al emboscado o al güelfo! ¿¡Volver a descubrir, entre el dolor, la belleza escondida!? ¡Como la perla del Evangelio! ¿Acaso no hemos querido vender secretamente nuestras posesiones para adquirir las ciénagas en que están sumidas las nuestras? ¿No hemos intentado alzar allí los planos de nuestros monasterios con los materiales de la herencia tradicional que hemos jurado mantener crepitante?

Como bien señala, el Estado no por democrático ha renunciado a su radical pulsión moderna. Unas renovadas ansias totalitarias parecen haber encontrado en la democracia el mejor camino para triunfar sobre las libertades básicas del hombre. Reducido primero a individuo mediante un tipo u otro de positivismo, su naturaleza ha sido librada a una indefinición social y cultural que, aunque suele calificarse nihilista, ha empezado a adoptar las más proteicas formas transhumanas.

Citaba usted en sus líneas a Walter Benjamin. Su recuerdo me ha impulsado a regresar a la República platónica y a la Eneida de Virgilio. Sospecho que en estos momentos democracia y tiranía son dos manifestaciones de un solo régimen. Sin temor, cabe constatar que irán anudándose en un abrazo cada vez más inexpugnable, como la serpiente enviada por Apolo se enroscó hasta ahogar a Laooconte y a sus hijos.

En nombre de grandes palabras, insignificantes según las situaciones, los güelfos hemos sufrido cómo nuestros guías aceptaban paulatinamente, a cambio de unos privilegios irreales, que fuéramos siendo expulsados del espacio público. Aceptaron, sumisos, que podíamos sostener nuestras ideas en el ámbito de la privacidad. ¡Faltaría más que cada cual “educase” a sus hijos como quisiera en el silencio de su hogar! El hogar se convirtió en el lugar del arresto domiciliario de las ideas que al Estado le convenía perseguir sin alzar la voz.

Una vez controlado y bien localizado cualquier atisbo de disenso, el siguiente paso, casi en aras de la seguridad pública, está consistiendo en invadir la intimidad hasta despojarla de cualquier sentido de privacidad que no pueda aceptar ser domesticada. El dogma de la transparencia admite sólo la opacidad en los procedimientos de detección de hasta el más mínimo resquicio de resistencia íntima. ¿Puede negarse que una celda de aislamiento acolchada e iluminada todo el día no es el símbolo por excelencia de una Ilustración permanente que obliga, por el propio bien, a entonar la autocrítica que nos feliceará? Las nuevas Lubiankas están diseñadas para que de sus muros no se escapen gritos sino risas.

Como diagnosticara Sócrates: “¿No es pues, forzoso que en una tal ciudad la libertad se extienda a todo? ¿Y que se infiltre la indisciplina, ¡oh, querido amigo!, en los domicilios privados y que termine por imbuirse hasta en las bestias?”. La descripción platónica sigue vigente: menosprecio de los maestros que no deben saber nada y deben hacer de todo; preterición de los mayores cuyas palabras y obras se consideran inactuales; obligación de la ancianidad a imitar a la juventud para no parecer despótica.

Apenas ahogado, ¿no escuchamos ya la advertencia de Laocoonte?: “No os fieis, troyanos, del caballo”. Su liturgia ha querido mantenerse fiel al servicio de las fuerzas sagradas del océano -de la oscuridad- que velan por la vida y la muerte, sin ceder a las pretensiones dionisiacas del desenfreno. Enmascaradas bajo formas apolíneas, los proyectos de disolución de todo orden que conserve un recuerdo clásico están empeñados en obligarnos a abandonar toda esperanza. Imponen que el infierno sea el cielo de nuestros sueños y el Paraíso, la intolerable proscripción de sus deseos inducidos.

Déjeme, admirado José Antonio, que me extienda un poco más con un ejemplo corriente, casi sociológico, que desahogue otros dolores más personales. Durante años quienes trabajamos en la Academia, esa institución hoy tan poco platónica, escuchábamos en algunas autoridades universitarias cristianas un argumento implacable e ingenuo. Debíamos convencer a las autoridades estatales de que, por treinta monedas, aceptábamos que el sistema, único, era público, siempre que admitiese que era independiente de la titularidad de cada centro.

Los vanos esfuerzos de unos pocos por describir la incoherencia de esta pretensión en sus propios términos fueron despachados con esa despectiva frigidez que estimulan los espejismos de la codicia inmediata. Hemos sido obligados a complacer hasta en sus extremos más rigurosos, con medios precarios, los requisitos burocráticos de un sistema cuya titularidad, al margen de concesiones, nunca ha dejado de demostrar que no admite competencia en el ejercicio de su potestad. Multiplicados hasta la extenuación las condiciones que no ha cesado de imponer, está a punto de saldar tal lealtad con la injusta traición que merece.

Dice un amigo que, por justicia poética, las escuelas de negocios, que han contribuido a conciencia a destruir la noción misma de universidad, deberían ser nacionalizadas como pago por adelantado. Escéptico, sigo íntimamente convencido de que tampoco desaprovecharían lo que acabarán considerando “un reto y una oportunidad”, por usar uno de esos abyectos lugares comunes que nos han infligido cotidianamente.

Reabro la Eneida. Durante estos meses he estado atento a los Libros II y VI. Puede Vd. suponer bien por qué me interesan tanto la caída de Troya y el descenso al reino de las sombras. Ahora que se ha echado ya la noche, recito entre murmullos estos versos: “… et scelus expendisse merentem / Lacoonta ferunt, sacrum qui cuspide robur / laeserit et tergo scelaratam intorserit hastam. / Ducendum ad sedes simulacrum orondaque divae / numina conclamant”. Aunque nos neguemos a seguir el cortejo de ese simulacro vacío de la ideología estatal, hemos asistido a su entronización en el altar profanado de las dominaciones de este mundo.

Suyo, como de costumbre,

APP


martes, 23 de febrero de 2021

Respuesta bucólica a José Antonio Martínez Climent

 

Memoria de San Juan Theristes, monje

 

El pastor,
Claude Lorrain (1655-1660)

Estimado José Antonio:

Es de obligada urbanidad responder a la maravillosa carta geórgica que, a mi nombre, tuvo la delicadeza de remitirnos a los participantes en el programa de Extremo Centro titulado “De las creaciones del hombre destinadas al fracaso”. Sabe usted bien cómo, siendo un discípulo lejano de Claraval, he podido atender, con alivio y consuelo, la piedad virgiliana que desplegaban sus líneas. No me hubiera atrevido, si no, a adoptar como divisa de mi petit Clairvaux la glosa de san Bernardo: “Mel in cera, devotio in littera est”. Dejémoslo en latín. Lo escrito, escrito fue.

A un hombre tradicional como usted, de una sola pieza, que nos ha mostrado con desengañada sagacidad que, al intentar domesticarlo, la urbs sólo ha querido abolir el agro, no le puede responder un peregrino en soledad confusa con otra clave que no sea bucólica. Felizmente derrotado, no alcanzaré su altura, pero ojalá su compañía.

Cuando el ciudadano vocifera “Lo personal es político” replica esa pulsión sísmica de destrucción que usted tan bien ha descrito. En lugar del campo pretende negar la imaginación. Aunque no nos resignemos, comprendemos demasiado bien por qué procura que no exista otro mundo sino el diseñado por los esquemáticos planes que cacarea.

Como todos es@s polític@s de diseño ahormados por un gabinete de comunicación, desea con buena conciencia que nadie le discuta poder ahuecar la voz, almendrar los ojos capados como los de un minino mono y mover la boquita y las manos con insufrible gazmoñería. Las potestades de ese mundo lo festejarán con risas y pingües dádivas pegajosas. Resentidos, lograrán que borre la nota exacta de un canto amebeo entre sus berridos inclusivos y la pureza extensa de una llanura dibujada al atardecer con el chapoteo de sus pisadas ecológicas. ¿Por qué habría de detenerse en los diversos matices de la luz si le basta con hacinar sus emociones prestadas?

Bien le oigo, como a Títiro, exclamar frente al lar propio: “Seguro que antes pacerán en el cielo los ciervos ligeros y los mares dejarán al desnudo los peces en la playa, […], antes de que su cara se esfume en mi corazón”. Y me alegro que usted haya tenido la delicadeza de acompañarme un trecho de ese camino que me lleva una y otra vez al exilio de esa Roma nihilista y amnésica en la que se reparte y se despedaza nuestro fondo común -nuestra Tradición- entre su corte de arribistas y trepadores. Le suplico que me oiga todavía como a Meris responderle: “Todo se lleva la edad, incluso la memoria. Recuerdo que muchas veces de niño cantaba a lo largo del día hasta la puesta del sol. Tantos poemas que he olvidado ahora, y hasta la voz me abandona al presente…”.

Déjeme que vuelva a agradecerle su carta por ese tono de jovialidad instantánea que las risas del programa han logrado procurarle. Ha disipado las dudas que me asaltaron al acabar la grabación. A nuestra edad uno teme que traicionar el silencio no baste para recordar a sus lectores y a sus oyentes que lo mejor siempre queda en lo no dicho.

En cambio, sus palabras me han traído con fuerza el recuerdo de las imágenes tras la que salí en busca. Porque Pedro Herrero quiere hacernos creer que es un activista materialista de causas concretas, pero esa no es la verdad de mi cuento. Como tampoco lo son las filigranas wertherianas de Lezu, empeñado en hacernos creer que mantendría apagado y fiel el fuego profanado del conservadurismo.

No. El magnetismo de Herrero brota de un fondo arcaico, primordial, que se encuentra entre esos pastores sayagueses, de nombre Bras o Silvestre, que pueblan los autos de Gil Vicente o de Juan del Encina. Brinca, malhabla, se relame zorruno. Provoca y se conduele. Ríe, bebe, come y le abruma a veces, a escondidas y discreto, la vergüenza ajena. Es un talento cómico del que apenas sé bosquejar unas facciones.

Lezu no consigue engañar del todo. Posee la energía de un pastor de Gil Polo, a quien hoy nadie ya leía. Esa será su suerte.

Se hace ya tarde y la sombra se alarga sobre nuestros altares. Tengo para mí que de jóvenes debimos de escuchar escondidos entre los cabreros el discurso sobre las armas y las letras. Ahora, en la mediana edad instalados, contemplamos con distinto afán ese monstruo ruin y despiadado que, según describiera Baltasar Gracián, engulle a los mejores hombres. Aunque las destine al fracaso, no puede arrebatarnos la luz de algunas creaciones en las que ya no dejaremos de vivir.

Me voy despidiendo ya suyo.

  

Fdo. Armando Pego Puigbó

miércoles, 6 de enero de 2021

Contramundo


Fiesta de la Epifanía


San Juan en Patmos,
Domenico Ghirlandaio (1480-1485)

Al acabar los libros de Enrique García-Máiquez y de Alonso Pinto, he vuelto a abrir Contramundo de Carlos Marín-Blázquez. Me permito considerarlos un trío de autores que proyectan, en diversos niveles, una forma ejemplar de la resistencia crítica a la ideología dominante de hoy.

Al estilo de García-Máiquez hay que seguirlo de firme, sin distracciones, con una sonrisa; con el de Pinto es preciso rezar sin saber ni el día ni la hora; del de Marín-Blázquez cabe esperar, admirado, consuelo. El primero, evangélico, practica el aforismo poético; el otro, de tan escatológico, el apotegma ensayístico; el último, paradójico, un escolio narrativo. Nos encontramos ante tres ángulos de una sola figura compleja: un conservador; un reaccionario; un contrarrevolucionario.

Marín-Blázquez tributa sus lealtades con nobleza. No renuncia a pincelar su denuncia con los tonos cálidos y lúcidos de una singular dicción. Es la suya una mirada aguda que atiende la descomposición que perpetra nuestro periodo histórico contra el orden tradicional. Dirige, sobre todo, su análisis contra la falsedad radical en la que se asienta el principio de usurpación que la Modernidad no ha cesado nunca de aplicar para ilegitimarse cada vez más eficazmente.

En un prólogo modélico Fernando Muñoz declara que la obra de Marín-Blázquez “es la unidad orgánica de un exacto contramundo: que no es una negación simple (no-mundo, in-mundo), sino negación de la negación del mundo”. En ese sentido entiendo que, tras haberse estrenado en el género con Fragmentos, sus nuevos aforismos atesoren una trama narrativa que no es ni mucho menos el relato de los avatares (post)históricos que pudieran explicar nuestra crisis. Más bien señalan las marcas de un itinerario que, de nuevo en palabras de Muñoz, “sólo puede conducir a una afirmación que no se reduce a la directa restauración, sino a una restauración trascendida”. Un orden cultural sólo debería poder fundarse en las sólidas bases espirituales que hayan sufrido hasta el extremo último la Pasión de su Verdad. Tal vez por ello Marín-Blázquez últimamente viene prodigándose, con acierto, en el artículo ensayístico.

En las tres partes de Contramundo, en fin, el lector se asoma al paisaje (del) después del Apocalipsis (post)moderno. Como el Angelus Novus de W. Benjamin, el aforista se esfuerza por contribuir a retener la disgregación de las ruinas de nuestra civilización. “Despojos en el tiempo” documenta las heridas que actualmente la política ha imaginado infligir sobre el cadáver desfigurado del mundo tradicional. En “Nada sólido” se adentra en las consecuencias morales de todo el programa de cristalizaciones transhumanas que nos están acechando. En “Iluminaciones” se alza la estética como el dique que mantiene y reconstruye de noche lo que de día es consumido entre los gritos de bacantes y las violencias de pretendientes.

Contra el aterrador lema de que “lo personal es político”, Marín-Blázquez es consciente de que “Ni la economía ni la política topografían al detalle nuestro siglo. Sólo un vocabulario teológico roza la esencia de un mundo sin Dios”. Con un guiño irónico a Kojève, desmiente a Hegel: “El fin ya fue, pero no sabemos cuándo”. Ni en Jena hace dos siglos ni en Berlín hace tres décadas este mundo concluyó. Un escatólogo sentenciaría que se produjo hace casi dos mil años, a las afueras de Jerusalén, en un monte maldito llamado Gólgota.

Marín-Blázquez, centinela del ocaso, mide entretanto compasivo las réplicas sísmicas de la Caída que no cede en seguir cayendo.


Del mundo devastado sólo nos queda recolectar sus fragmentos.

Los arquitectos del mundo venidero trabajan con materiales de derribo.

El bárbaro aspira a ilegalizar los matices.

Esta sociedad necesita esterilizar su lenguaje para hacer creíble la asepsia de la realidad que se inventa.

El moderno no ambiciona conocer el bien, sino apropiarse de su retórica.

La tradición se preserva en una caligrafía de gestos.

Sin maldad no hay Historia, pero sin historia no habría expectativa de redención.

El arte custodia la esencia de la plenitud desvanecida.

La sensibilidad literaria no sale a la caza de originalidades. Rastrea un timbre peculiar en la voz que modula lugares comunes.

Creamos sólo en la posesión que es fruto de una larga súplica; en que para tener hay que mendigar.