domingo, 12 de mayo de 2024

Árbol bibliogenealógico

  

Fiesta de la Ascensión

 

The Knights of the Round Table Summoned to the Quest by the Strange Damsel,
William Morris & Edward Burne-Jones (1899)

De la reciente reseña a Ejecutoria Enrique García-Máiquez me ha agradecido que haya invitado a los lectores a que tracen su propio árbol bibliogenealógico del ideal caballeresco que compartimos. Por ello, me ha animado a que ahondase en las obras que allí sólo mencionaba como las ramas del mío. Me atrevo, pues, a aceptar su desafío, de modo que romperé unas lanzas con él en el campo del honor literario. ¿Cómo?

Quienes visitan esta celda saben de mi tendencia a redactar palimpsestos. Con tinta roja y no azul como la de Enrique, anotaré en las pilastras de mi claustro las lecturas que he ido recordando mientras seguía con atención maravillada las suyas. Practicaré así con concisión el procedimiento que G. Genette incluía entre las transposiciones formales de otro texto: abreviarlo sin suprimir ninguna de sus partes más significativas. Más aún, pondré sobre tal reducción las bases de un ensayo imaginario que hace del “mutismo de esta relación sin referencia, más rigurosa y puramente que del resumen, una versión condensada, y quizás lo que se aproxima más al ideal del modelo reducido”.

Como si los míos fueron los abstracts de un tronco común, podrán comprobar los lectores cómo nuestras respectivas genealogías, al contrastar, mantienen una tenzone de aire familiar que enriquece nuestra orden.

A fin de cuentas, de Enrique el maestro es Dante; mío lo es Cavalcanti.

De pura cepa tomista él; yo, claravalense.

Él comenta los formidables versos de Ulises en el canto XXVI del Infierno; yo citaría los puestos en boca de Francesca en el canto V:

 

“Per piú fïate li occhi chi sospinse 
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma un solo punto fu quel che ci vinse”.

 

Se acoge él al amparo de Guido Cacciaguida; al de Arnaut Daniel yo.

Es el suyo un ideal caballeresco de linaje artúrico, claro y transparente; de origen trovadoresco, clus i ric, el mío.

Él se remonta a Born de Ganis, del cual surgen dos ramas: la de Don Quijote y la de Macbeth. Emparentados bajo la mirada de Elizabeth Bennett y Darcy (Orgullo y prejuicio), descienden Sydney Carton (Historia de dos ciudades) y Gabriel Araceli (Episodios nacionales); Corto Maltés y Cyrano; Brideshead y los niños de la calle Pal; Teodoro Castells (Rosa Krüger) y Saturnino (Rompimiento de gloria).  

Yo:

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En el canto XXVIII del Infierno Dante se encuentra con el trovador Bertran de Born, condenado por las discordias que habría tramado entre el joven Plantagenet y su padre el rey Enrique II. No obstante, sin la poesía de Bertran careceríamos de la maravilla del planto por la muerte de su joven señor, así como de la intensidad lírica que modela con su caricia sonora el rostro de la donna angelicata. Bertran de Born es un Macbeth que acertó a seguir el camino de la abadía cisterciense de Dálon donde morir bien.

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El Llibre d’Evast, Aloma i Blanquerna de Ramon Llull es un libro de caballerías a lo divino. A través del elogio del matrimonio y la familia en que nutre su personalidad, el protagonista emprende la búsqueda del Grial más perfecto: la contemplación de Dios. Como abad, como obispo, como cardenal y como Papa, Blanquerna acaba rompiendo con el círculo infernal de la Fortuna renunciando a los honores para hacerse ermitaño y componer, en lugar de un tratado de cortesía o un espejo de príncipes, unos dichos de amor y de luz que iluminarán, por muchos siglos, la subida al monte de la mística: el Llibre d’amic e amat. En el Cant a Ramon el poeta le había confesado a su autor: “Vull morir en pièlag d’amor”. Trovador o caballero, no dejo de recitarla como la jaculatoria que es.   

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Jamás se elogiará bastante el resto de sentido común que le quedaba al cura y al bachiller cuando salvaron el espléndido Tirant lo Blanc de Joanot Martorell en su escrutinio de la biblioteca. Elogiaron que se narrase su muerte en la cama, sin saber que anunciaban así la muerte del Caballero de la Tiste Figura. De este modo, el hidalgo manchego, preso, según René Girard, de la espiral mimética, logró deshacerse de la figura tutelar de Amadís. Tampoco se insiste tanto como se debiera en que las extremadas penitencias de Don Quijote en Sierra Morena, remedo de las de Amadís en Peña Pobre y quién sabe si indirectamente, bajo el peso lector de la interpretación Unamuno, de las de Íñigo de Loyola en Manresa, no son sino un espejismo a lo profano de la austeridad monacal de quienes se retiran al desierto para combatir los demonios que los atormentan y no para recrearse en la melancolía con que paradójicamente los agasajan. ¿No será acaso que Tirant supo esquivar las trampas de los males de amor que padeció gracias a la formación caballeresca que le impartió en su juventud el Rey ermitaño?

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Dos figuras distintas que se reflejan mutuamente sostienen una visión moderna ante el destino humano. Hamlet no dejará de fascinar nuestra imaginación. Le seguimos hipnotizados como Horatio o le despreciamos como Laertes o le tememos como Claudio. Se citaba unas líneas atrás a Girard. En Los fuegos de la envidia el filósofo francés proponía una interpretación de la obra de Shakespeare en absoluto desdeñable. Más que de una tragedia de la venganza, las dudas de Hamlet representarían la conciencia desengañada de su necesidad de vengarse. En lugar de vacilar, el príncipe danés diferiría la acción que le habría tocado en desgracia en el teatro de su mundo. Como espectadores su atractiva e irritante ambigüedad, inapresable, no ha sido mejor descrita que por los protagonistas de un palimpsesto encerrado en el hipotexto de Esperando a Godot de S. Beckett: Rosencrantz & Guildenstern han muerto de T. Stoppard. Go to the nunnery!, clamó Hamlet. Pero él prefirió vagar por el despedazado silencio de los palacios.

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La dulce Ofelia no logró recuperar el amor de Hamlet, pero la bella Rosaura sí consiguió que Segismundo hiciera triunfar su libertad. Nunca me cansaré de asegurar que otro gallo nos habría cantado a los españoles si, en lugar de encumbrar exclusivamente fuenteovejunas y alcaldes de Zalamea – con esa histérica insistencia en que del Rey abajo, ninguno –, hubiéramos seguido los pasos del héroe de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Habríamos atemperado nuestros furiosos y brutales rencores en la grandeza y la prudencia de un honor que no es solamente patrimonio del alma sino semejanza de la gloria de Dios.

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Si mis huéspedes todavía conservan paciencia, en esta mitad del recorrido puedo advertirles que la mayoría de los modelos que han impresionado mi imaginación caballeresca son personajes solitarios. Don Álvaro Yáñez, el protagonista de El señor de Bembibre, no es una excepción. Es un héroe de juventud. Con los años y los desengaños, uno comprende que, si bien no existe una esperanza más pura que el abismo que se abre en la desesperación, entregarse a esta como la única esperanza de la desolación es un castigo que no merece la pena. Don Álvaro entró en el Temple como Amadís en Peña Pobre. Y se equivocó de una manera suicida. San Bernardo elogió en los templarios la intrepidez del soldado y la mansedumbre del monje. Sobre la base de este adynaton se forja, irresoluble, una conciencia conservadora.

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Bien dice Máiquez que el noble de espíritu pasa por alto las debilidades ajenas. Deshace entuertos con firmeza, así como protege la inocencia. La nobleza más alta se sabe sostenida por la santidad. En mi árbol bibliogenealógico también debieran tener cabida, como en cualquier familia, los pequeños que son los primeros en el Reino. Hace unos años mi hija pequeña se empeñó en que leyéramos Heidi de Johanna Spyri. Recordaba, condescendiente, la serie animada de mi infancia. Acabé sus páginas aguantando las lágrimas. Aquella niña era una santa. ¿Quién es santo? Léon Bloy contestaría: Quien hace milagros. Heidi los hace, porque su fe es realmente como un grano de mostaza. Ante su rostro dormido, que es el de una donna angelica, el abuelo pronuncia las palabras del hijo pródigo. Esa niña le ha enseñado con la pureza de una vida doliente a rezar de nuevo el Padre nuestro. El solitario de los Alpes, por solo amor a ella, se reconcilia con lo mejor de sí.

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¿Qué nobleza más alta que el perdón? Benina, humilde y humillada, es la imagen de la Misericordia, hoy que está tan trillada esta palabra como si fuera un analgésico imprescindible para mantener a raya, con cinismo, la buena conciencia y el deletéreo bienestar emocional. Pocas veces resuenan con más hondura en la literatura universal las palabras de Cristo como al final de la novela de Benito Pérez Galdós: “Yo no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal… No llores… y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.  

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Una sola cosa es necesaria, pero nuestra fragilidad tiende a la aventura. Y es bueno que así sea al volver la vista atrás. La nobleza se mide por el valor y el arrojo, y la capacidad para mantener el rumbo en medio de las borrascas que, como con Ulises, nuestros destinos van descargando sobre nosotros. Lograr que las contingencias no nos arrastren como un remolino es el arte más áspero de la supervivencia y el más imprescindible de transmitir, con sequedad afectuosa. Lo aprendí en las páginas de Pío Baroja. En los momentos tempestuosos de mi adolescencia, un sacerdote navarro solía decirme que, al verme, se le venía a la imaginación Shanti Andía. Pero yo siempre, siempre, he admirado a Zalacaín.

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La vida está llena de sombras y luces. Es preciso amarlas sin recrearse en ellas. Perdonar es difícil; pedir perdón más; perdonarse, imposible si no fuera por Dios. Una de las novelas más duras e implacables que haya podido leer es Kaputt de Curzio Malaparte. En medio de la Peste más sombría de la civilización occidental, recorre el frente oriental como si fuera un nuevo Bocaccio, contando historias espantosas, de tan reales, con los que intenta conjurar el terror congelado que le ha fascinado, con el que ha cooperado, al que se resiste a seguir rindiendo culto. Sin el protagonismo cómico y temerario, dolosamente infantil, del Conde de Foxá, Kaputt sería insoportable: el reverso de una Cruzada demoníaca que proclama que sólo el Infierno existe y que, si existe el Cielo, está vacío.

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De esa sombra emerge, pese a todo, con la lucidez de la cultura el Poeta. La muerte de Virgilio de Hermann Broch bebe del consuelo de la destrucción de Troya que la Eneida – y tras ella la Divina Comedia – no han dejado de subministrarnos. El alucinado itinerario infernal por las calles de Brindisi, la despiadada conversación de Augusto en el Purgatorio de la agonía, la luminosa, entre artúrica y wagneriana, entrada en el conocimiento celestial, giran a través de los elementos sobre la precaria y única verdad que nos hace humanos: la Obra.

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“Casi desnudo, como los hijos de la mar”, sentenciaba Antonio Machado al final de su Retrato. Al llegar la hora de la partida, como Perceval se deshizo de la armadura para poder responder la pregunta del Grial, uno debiera desembarazarse de los años, de los fracasos, de los triunfos, de todo absolutamente, y recuperar la mirada del niño que fue y ya no es, y lanzarse a la carrera con el deseo intacto de felicidad y de belleza que protegíamos a resguardo de nuestra fragilidad siempre herida. Como dice Gregorio Luri en uno de sus últimos aforismos: “A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste”. La caballerosidad consiste también en mantener la lealtad callada al silencio despoblado de tus antiguos compañeros con los que secretamente compartiste sentimientos. Palabra a palabra escandiré, como el protagonista de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, los versos de Virgilio que me hablan del amor y de la contemplación, del stilnuovo y de Claraval.

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