viernes, 10 de mayo de 2024

Hidalguía de espíritu

 

Memoria de S. Juan de Ávila, dr.




Me alcanza Ejecutoria de Enrique García-Máiquez en uno de esos periodos en que, como los asuntos cotidianos reclaman una concentrada dispersión, más acuciante se vuelve el recuerdo de la clausura interior que trascienda, o transfigure, su realidad moliente. Con el sentimiento de nunca estar a la altura de su exigencia, me he adentrado en la reivindicación de la hidalguía de espíritu que García-Máiquez pone, desde sus primeras líneas, bajo el patrocinio de San Bernardo de Claraval.

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Con malestar ilustrado José Luis García Martín ha calificado esta obra de “alegato contrarrevolucionario” y a su autor de “contrarrevolucionario con ramalazos ácratas”. Ciertamente, la postura que adoptan tanto la una como el otro manifiestan una clara vertiente política y filosófica: García-Máiquez es el primero, no el último, de nuestros güelfos blancos; en consonancia, Ejecutoria lanza una apasionada apuesta por el realismo metafísico. Pero es también, más allá de su estilo, una defensa estética y hasta espiritual de una concepción de la vida que está basada en los trascendentales (verdad, bien y belleza) sobre una base que es tanto paradójica como antitética. Un anti(pos)moderno como él todavía es (pos)moderno, pero ya no lo es. Su relación con el pasado se basa en una tensa y exigente contradicción que en su prólogo, quijotesco, restaura el gesto de una nueva creación: si San Bernardo animaba un(a) orden de monjes y guerreros, García-Máiquez propondrá una alianza de adalides y ciudadanos que sepan combinar, como una suma de oxímoros y quiasmos, los deberes de la aristocracia con los privilegios de la democracia. Quizás, más que restauración, cabría llamarla reencuentro de la materialidad que nos arrastra y de la idealidad que nos eleva, haciendo más hondamente humano el significado de nuestra vida. Como dice nuestro autor, guiado por Dante: “Sólo hay una cosa tan ajena a la aristocracia de espíritu como negar que somos mitad ángeles: negar que somos mitad bestias. Dominar (domar) esta mitad es media parte del señorío que nos debemos”.

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En la primera parte, Máiquez va pautando la “idea” de hidalguía en su singular relación con el campo semántico que engloba los conceptos de nobleza y aristocracia. Frente al igualitarismo que sume en la indigencia, la hidalguía que busca el perfeccionamiento moral; frente a la orteguiana rebelión de las masas, la inteligente nobleza del espíritu; frente al democrático anonadamiento de cualquier jerarquía, la aristocracia que reúne la paternidad y la filialidad y el patriotismo; frente a la vulgaridad, el heroísmo; y frente al mero interés, la obligación o el deber. He ahí el fundamento y la humilde altivez de la propuesta de García-Máiquez. El noble lo es de corazón; el aristócrata lo es de espíritu; el hidalgo, como don Quijote o el “villano” Pedro Crespo, lo es por su alma. Además, nobleza obliga, si un inglés tiene su modelo de gentleman y el francés de homme honnête, ¿qué sino hidalgo perseguirá ser el español? 

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Los versos uliseicos de la Divina Comedia le permiten a nuestro autor, sobre el horizonte cultural de la Hispanidad, articular su concepto de hidalguía como una costumbre y como una virtud. “Pero, sobre todo, a diferencia de todas las demás propuestas, pone el acento en la transmisión familiar, en la deuda con nuestros mayores y en el agradecimiento”, dice Máiquez. Llegado a este punto, introduce una distinción entre hidalguía y santidad – en el fondo, entre vida activa y contemplativa – que resitúa el discurso en el horizonte de un tratado de cortesía, como, bajo la guía de Camus, intentará esbozar en el capítulo “Hablar con las manos”. En la complementariedad entre una y otra, no en su confusión, regresa una tensión genealógica que atraviesa el libro entero: el hidalgo, veraz, bueno e íntegro, se mira en el espejo caballeresco del miles Christi paulino (Ef. 6), sabiendo que la perfección de su búsqueda del Grial la cumple el homo viator entregado a la obediencia pura de Dios.

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El capítulo “Árbol bibliogenealógico” es una delicia de lecturas, en la extensa ambigüedad del genitivo. Brilla en esas páginas el lector que vibra y vive a fondo en el mundo de la imaginación que transfigura nuestra existencia. Es, sobre todo, una invitación a que sus lectores rastreemos nuestra propia biblioteca. El de García-Máiquez muestra un ideal caballeresco que se sostiene sobre el artúrico Bors de Ganis y el cervantino Don Quijote. De esos orígenes se van sucediendo las empresas de sus descendientes, desde Macbeth a Corto Maltés o desde las Bennet a Rosa Krüger. Fascinado por sus comentarios, me he percatado de que el mío en el fondo es un ideal trovadoresco, más próximo, stilnovista como soy, a Cavalcanti que a Dante. Entre Bertrand de Born (o Alvar Fáñez) y Tirant lo Blanch (o quizás, más bien, Blanquerna), voy caminando al lado de Segismundo, del señor de Bembibre, de la misericordiosa Benina o de Heidi, a través del veraniego mar de Helena… Trovador o caballero, la llamada a la acción (de gracias) que lanza García-Máiquez requiere, en fin, que le devolvamos las gracias (de la acción).

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De guardia, García Martín advierte el riesgo de que Ejecutoria se asemeje en ocasiones a un centón de citas. Puede verse también de otra manera. García-Máiquez, que ni es académico ni pretende ostentar erudición, se ve absorbido por la vorágine del agradecimiento y de algún modo bosqueja las líneas de ese imposible ideal que planteaba Walter Benjamin: escribir un libro como un mosaico de citas. El libro se plantea como un diálogo, también con el lector, sobre la conversación inacabada y siempre presente, por encima del tiempo, que su autor mantiene con una presente sucesión de vivos: con Dante y con Albert Camus; con José Ortega o con Rob Riemen. Para Máiquez, a fin de cuentas, pensar es conversar.

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Enrique es realista, es metafísico, toma por bandera la blanca de los güelfos, clara y directa. Bajo la cruz roja de San Jorge o de San Andrés que la atraviesa de lado a lado, paradójicos, se esconden secreto tras secreto. Su escritura difumina sus contornos hasta que parezcan transparentes. Como si se disculpara, se refugia en su hipocondría, en sus despistes, en El Puerto. Se le apresuran entonces las palabras en la boca hasta dejarlas en suspenso, como si castañeteasen. Es ese el momento de aguzar el oído. Resuena entonces sencilla una verdad honda y callada. No en sus dilogías ni en las metátesis hay que buscarlas sino en los blancos dentro de un verso, como si el ritmo se detuviera a meditar. Y entonces, acompañado de los suyos, desenvaina y echa a galopar. En alguna ocasión le he comentado que, en el fondo, su modelo de vida no es el de un mosquetero sino el de un templario. Él lo sabe: yo aspiro a convertirme en un simple lego cisterciense.

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