Memoria de S. Juan de Ávila, dr.
Me alcanza Ejecutoria
de Enrique García-Máiquez en uno de esos periodos en que, como los asuntos
cotidianos reclaman una concentrada dispersión, más acuciante se vuelve el
recuerdo de la clausura interior que trascienda, o transfigure, su realidad
moliente. Con el sentimiento de nunca estar a la altura de su exigencia, me he
adentrado en la reivindicación de la hidalguía de espíritu que García-Máiquez
pone, desde sus primeras líneas, bajo el patrocinio de San Bernardo de
Claraval.
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Con malestar ilustrado José Luis García Martín ha calificado esta obra de “alegato contrarrevolucionario” y a su autor de “contrarrevolucionario con ramalazos
ácratas”.
Ciertamente, la postura que adoptan tanto la una como el otro manifiestan una
clara vertiente política y filosófica: García-Máiquez es el primero, no el
último, de nuestros güelfos blancos; en consonancia, Ejecutoria lanza
una apasionada apuesta por el realismo metafísico. Pero es también, más allá de
su estilo, una defensa estética y hasta espiritual de una concepción de la vida
que está basada en los trascendentales (verdad, bien y belleza) sobre una
base que es tanto paradójica como antitética. Un anti(pos)moderno
como él todavía es (pos)moderno, pero ya no lo es. Su relación
con el pasado se basa en una tensa y exigente contradicción que en su prólogo,
quijotesco, restaura el gesto de una nueva creación: si San Bernardo animaba un(a)
orden de monjes y guerreros, García-Máiquez propondrá una alianza de
adalides y ciudadanos que sepan combinar, como una suma de oxímoros y quiasmos,
los deberes de la aristocracia con los privilegios de la democracia. Quizás, más
que restauración, cabría llamarla reencuentro de la materialidad que nos
arrastra y de la idealidad que nos eleva, haciendo más hondamente humano el
significado de nuestra vida. Como dice nuestro autor, guiado por Dante: “Sólo
hay una cosa tan ajena a la aristocracia de espíritu como negar que somos mitad
ángeles: negar que somos mitad bestias. Dominar (domar) esta mitad es media
parte del señorío que nos debemos”.
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En la primera parte, Máiquez
va pautando la “idea” de hidalguía en su singular relación con el campo
semántico que engloba los conceptos de nobleza y aristocracia. Frente al
igualitarismo que sume en la indigencia, la hidalguía que busca el
perfeccionamiento moral; frente a la orteguiana rebelión de las masas, la
inteligente nobleza del espíritu; frente al democrático anonadamiento de
cualquier jerarquía, la aristocracia que reúne la paternidad y la filialidad y
el patriotismo; frente a la vulgaridad, el heroísmo; y frente al mero interés,
la obligación o el deber. He ahí el fundamento y la humilde altivez de la
propuesta de García-Máiquez. El noble lo es de corazón; el aristócrata lo es de
espíritu; el hidalgo, como don Quijote o el “villano” Pedro Crespo, lo es por
su alma. Además, nobleza obliga, si un inglés tiene su modelo de gentleman
y el francés de homme honnête, ¿qué sino hidalgo perseguirá ser el
español?
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Los versos uliseicos de
la Divina Comedia le permiten a nuestro autor, sobre el horizonte
cultural de la Hispanidad, articular su concepto de hidalguía como una costumbre
y como una virtud. “Pero, sobre todo, a diferencia de todas las demás
propuestas, pone el acento en la transmisión familiar, en la deuda con nuestros
mayores y en el agradecimiento”, dice Máiquez. Llegado a este punto, introduce
una distinción entre hidalguía y santidad – en el fondo, entre vida activa y
contemplativa – que resitúa el discurso en el horizonte de un tratado de
cortesía, como, bajo la guía de Camus, intentará esbozar en el capítulo “Hablar
con las manos”. En la complementariedad entre una y otra, no en su confusión,
regresa una tensión genealógica que atraviesa el libro entero: el hidalgo,
veraz, bueno e íntegro, se mira en el espejo caballeresco del miles Christi
paulino (Ef. 6), sabiendo que la perfección de su búsqueda del Grial la cumple
el homo viator entregado a la obediencia pura de Dios.
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El capítulo “Árbol
bibliogenealógico” es una delicia de lecturas, en la extensa ambigüedad del
genitivo. Brilla en esas páginas el lector que vibra y vive a fondo en el mundo
de la imaginación que transfigura nuestra existencia. Es, sobre todo, una
invitación a que sus lectores rastreemos nuestra propia biblioteca. El de
García-Máiquez muestra un ideal caballeresco que se sostiene sobre el artúrico
Bors de Ganis y el cervantino Don Quijote. De esos orígenes se van sucediendo
las empresas de sus descendientes, desde Macbeth a Corto Maltés o desde las Bennet a Rosa Krüger.
Fascinado por sus comentarios, me he percatado de que el mío en el fondo es un
ideal trovadoresco, más próximo, stilnovista como soy, a Cavalcanti que
a Dante. Entre Bertrand de Born (o Alvar Fáñez) y Tirant lo Blanch (o quizás, más bien, Blanquerna), voy caminando al lado de Segismundo, del señor de Bembibre, de la
misericordiosa Benina o de Heidi, a través del veraniego mar de Helena… Trovador
o caballero, la llamada a la acción (de gracias) que lanza García-Máiquez
requiere, en fin, que le devolvamos las gracias (de la acción).
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De guardia, García Martín
advierte el riesgo de que Ejecutoria se asemeje en ocasiones a un centón
de citas. Puede verse también de otra manera. García-Máiquez, que ni es académico ni
pretende ostentar erudición, se ve absorbido por la vorágine del
agradecimiento y de algún modo bosqueja las líneas de ese imposible ideal que
planteaba Walter Benjamin: escribir un libro como un mosaico de citas. El libro se plantea como un diálogo, también con el lector, sobre la
conversación inacabada y siempre presente, por encima del tiempo, que su autor
mantiene con una presente sucesión de vivos: con Dante y con Albert Camus; con José
Ortega o con Rob Riemen. Para Máiquez, a fin de cuentas, pensar es conversar.
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Enrique es realista, es
metafísico, toma por bandera la blanca de los güelfos, clara y directa. Bajo la
cruz roja de San Jorge o de San Andrés que la atraviesa de lado a lado,
paradójicos, se esconden secreto tras secreto. Su escritura difumina sus contornos
hasta que parezcan transparentes. Como si se disculpara, se refugia en su hipocondría,
en sus despistes, en El Puerto. Se le apresuran entonces las palabras en la
boca hasta dejarlas en suspenso, como si castañeteasen. Es ese el momento de
aguzar el oído. Resuena entonces sencilla una verdad honda y callada. No en sus
dilogías ni en las metátesis hay que buscarlas sino en los blancos dentro de un
verso, como si el ritmo se detuviera a meditar. Y entonces, acompañado de los
suyos, desenvaina y echa a galopar. En alguna ocasión le he comentado que, en el fondo, su modelo de vida no es el de un mosquetero sino el de un
templario. Él lo sabe: yo aspiro a convertirme en un simple lego cisterciense.
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