viernes, 31 de mayo de 2024

Un Dante gibelino

 

Fiesta de la Visitación de la Virgen María




La crítica de libros, como un subgénero de la crítica literaria, es un arte sutil. Monástico, la vivo como un ejercicio ascético. El crítico a menudo suele empeñarse en demostrarle al lector que, como mínimo, es tan listo como el autor. Llega a creer que sus objeciones discuten los méritos de la obra y sus elogios los elevan. Más bien, debería reconocer que la buena obra, en sus acuerdos y con sus desacuerdos, le hace mejor. George Steiner llamaba a esta tarea una deuda de amor. A punto de reseñar La Europa de Dante, de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, me recito con tal certeza algunos aforismos de Nicolás Gómez Dávila: “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto”; “el reaccionario tiene admiraciones, no modelos”; “el crítico es el procurador del orden”.

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La lectura del último libro de De la Peña proporciona una rara satisfacción dentro del panorama de la vida académica española: es inteligente y riguroso en sus argumentos y está redactado con un cuidado y una sensibilidad que hacen de él la obra de un humanista. Es una obra con aspiración total, que desea engarzar su tesis de fondo en una estructura que refleje su coherencia de conjunto.

Como se señala en la Introducción, “queremos que Dante, «profeta», filósofo y poeta, haga las veces de Virgilio”. No es poco el atrevimiento. Bajo el magisterio del autor de la Commedia, el discípulo en que se ha convertido el historiador nos muestra con su ensayo, como en una puesta en abismo taraceada, la idea central de su interpretación dantesca: la unidad imperial de Europa, sueño de realidad durante ocho siglos, entre Carlomagno y el César Carlos.

Numerológico como todo libro que aspire a emular la sobriedad clásica, el lector sigue a través de tres partes, cada una subdividida en tres secciones, los lugares geográficos y las funciones morales que han definido la fisiognomía cultural europea: Atenas, Roma y Jerusalén ante el estudio, el poder y el sacerdocio. Como en cada uno de los atributos que se le asocian, cada uno de esos espacios reflejan las grandes creaciones institucionales que la Edad Media diseña y alza como la base del humanismo cristiano del que De la Peña se siente heredero. La Universidad parisina, el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Iglesia católica trazan los relieves éticos y espirituales de Europa bajo un concepto que es consustancial a su entero proyecto: Renacimiento.

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El profesor De la Peña es un gibelino, y no lo oculta. Por la libertad intelectual con el que lo expone, es el suyo un gibelinismo necesario, porque ayuda a resituar debates conceptuales de gran actualidad, que ni son menores ni merecen permanecer oscurecidos por etiquetas que podrían parecer arqueológicas. Ni ser gibelino equivale sin más a un progresista laico, ni ser güelfo a un conservador religioso. Ni tampoco el primero es un moderno avant la léttre, ni el segundo un contramoderno per se. La precisión con que nuestro autor, por ejemplo, distingue la originalidad de Dante respecto de santo Tomás obliga a preguntarse hasta qué punto la misma Reforma, con su desafío a la autoridad imperial, no sería la derivada última e indeseada del partido güelfo.

Atiéndase a la definición que ofrece De la Peña de su posición: “La solución dantesca consistió en atribuir auctoritas a ambas instituciones, los dos soles, Papado e Imperio, diferenciando el ámbito natural y sobrenatural de cada una de ellas. La necesaria armonía entre los dos poderes supremos de la Cristiandad quedaba así restablecida. Por desgracia, esta idea apenas tuvo eco”. Tan razonable parecería este planteamiento que extrae a continuación una conclusión que, no obstante, es legítimo examinar con cautela: “A partir de este axioma de la necesidad de un Imperio que traiga la felicidad terrenal al género humano, se puede establecer por inducción la necesidad de un monarca único que reine sobre todos los hombres”.

La interpretación de De la Peña, que parte de una lectura en profundidad de De Monarchia de Dante, está atravesada por algunas pinceladas que a un güelfo como yo le ponen alerta. “En tanto que Monarquía universal secular destinada a regir el conjunto de la Humanidad y ya no solo la Cristiandad”, se convertiría a sus ojos para Dante en “un instrumento al servicio de un bien superior: la paz universal”. ¿Qué impide entonces también al Emperador filósofo – reformulación europea del filósofo-rey platónico –, en función de su regia auctoritas, transformarse en un Rey Sol de justificación kantiana? Las dos espadas, temporal y espiritual, podrían ser aleadas en una sola espada: la de doble filo. En sus sabias manos el emperador podría verse tentado de reivindicar una sacra auctoritas, o al menos su resplandor secular. Con los güelfos se corre el riesgo de revueltas y anarquía. Para conjurar sus peligros, los gibelinos acaban recetando un orden sistemático, tras el que puede emboscarse el absolutismo.

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Anacoreta y güelfo, recuerdo las palabras de Cristo: “Jesús le dijo a Pedro: «Envaina la espada: que todos los que empuñan a espada, a espada morirán»” (Mt. 26,52). No corro a refugiarme en ninguna forma de pacifismo. Jesús no cuestiona el uso legítimo de la espada. Advierte de la dinámica que desencadena. Por ello, su Reino, encarnándose en el aquí y ahora, sobrepasa y jamás se agota en este mundo cuyo presente se ha ido adensando sobre las capas del pasado.

De la Peña practica con virtuosismo la esgrima dialéctica. Pone al descubierto con solvencia las contradicciones de la hierocracia papal, mientras mantiene bien protegidas las debilidades del cesaropapismo. Aun reconociendo su impecable argumentación, llega a escandalizarme la identificación del imperator con el cosmocrator bizantino “por delegación de Cristo, Rey de Reyes” como “un arquetipo político [que] sería al mismo tiempo jurídico, religioso y simbólico, y por tanto sería una categoría permanente e independiente de los azares de las victorias o derrotas en el campo de batalla”. Esta postura se mantendría agustiniana para sostener las dos ciudades, mientras, aristotélica, justificaría la Ciudad terrena como figura de la Jerusalén celeste en tanto que “encarnación política por excelencia [que] sólo terminaría con el fin de los tiempos”.

En el último tramo de la obra, al reflexionar sobre la espiritualidad medieval, De la Peña ofrece con una radicalidad que se agradece la coherencia de su visión que acaba aunando Humanismo e Imperio bajo el horizonte de la Cristiandad. Aunque hube compartido la grandeza de la misión histórica que le atribuye, cada vez tengo más dudas sobre si el cristianismo es realmente un humanismo, o hasta qué punto la coraza humanista no ha acabado encorsetando y pulverizando el cuerpo cristiano, como plantea Laurent Fourquet, de modo discutible pero estimulante, en El christianisme n’est pas un humanisme. ¿Es realmente un pleonasmo el «humanismo cristiano»? Con esa etiqueta, ¿no se habría convertido lo cristiano en un adjetivo?

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El autor de este ensayo da con valentía y madurez un paso más allá de los caminos que había decidido recorrer. En el caso de la evolución de Dante, cabe elogiar que, sine ira et studio, encare y no esquive este dato fundamental para comprender la singularidad y la genialidad de la Divina Comedia. Por un lado, De la Peña afirma un gibelinismo que brota de las brillantes argumentaciones de Étienne Gilson en Dante y la filosofía, aunque, a mi modo de ver, sobrepasa los cauces del maestro francés, más interesado en asegurar simplemente la separación de la esfera política y de la espiritual. Por otra parte, en continuidad con los estudios de nuestro autor sobre los fenómenos de la crueldad y de la compasión, hace bien en recordar que “Dante propone que la gracia de Dios es tan poderosa que puede redimir incluso las almas de los paganos justos tras su muerte”. Ahora bien, en un nuevo lance de esgrima, acude al ejemplo de H. U. Von Balthasar, obviando que el capítulo que el teólogo alemán dedicara a Dante en el volumen de Estilos laicales de Gloria es una diatriba no menor del Infierno.  

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El último tramo de las páginas de este ensayo constituye una auténtica profesión de fe que admira por la simpatía, el conocimiento y la familiaridad con la espiritualidad medieval. Si me permitiese una pequeña vanidad que tal vez ayude a explicar mejor el triple enfoque que permite esta obra, he intentado leerla con los ojos del que De la Peña llama “el monje trovador San Bernardo”, es decir, desde una celda cisterciense del siglo XII. Enrique García-Máiquez la afrontaría desde la ciudad-estado del siglo XIII, con lirismo franciscano y sentido común aristotélico. Aunque no del todo, moderno, De la Peña descubre en el Imperium, muy siglo XIV, la salida natural de la Universitas.

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P. S. Güelfos y gibelinos perseguimos la articulación política de lo uno y lo múltiple, en tanto que identidades o diferencias. Al cerrar el libro, descubro que mi punto de discrepancia último – jamás de confrontación – está contenida en la frase que abre la tercera parte: “La misericordia es la forma divina de la compasión humana y el elemento definitorio de la ética cristiana”. En ella subyace el núcleo esencial de su argumentación: el cristianismo como una ética y un humanismo. Sin que deje de serlo, entiendo el orden acentuando el otro polo: no a semejanza nuestra, sino de Dios.

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