viernes, 31 de mayo de 2024

Un Dante gibelino

 

Fiesta de la Visitación de la Virgen María




La crítica de libros, como un subgénero de la crítica literaria, es un arte sutil. Monástico, la vivo como un ejercicio ascético. El crítico a menudo suele empeñarse en demostrarle al lector que, como mínimo, es tan listo como el autor. Llega a creer que sus objeciones discuten los méritos de la obra y sus elogios los elevan. Más bien, debería reconocer que la buena obra, en sus acuerdos y con sus desacuerdos, le hace mejor. George Steiner llamaba a esta tarea una deuda de amor. A punto de reseñar La Europa de Dante, de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, me recito con tal certeza algunos aforismos de Nicolás Gómez Dávila: “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto”; “el reaccionario tiene admiraciones, no modelos”; “el crítico es el procurador del orden”.

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La lectura del último libro de De la Peña proporciona una rara satisfacción dentro del panorama de la vida académica española: es inteligente y riguroso en sus argumentos y está redactado con un cuidado y una sensibilidad que hacen de él la obra de un humanista. Es una obra con aspiración total, que desea engarzar su tesis de fondo en una estructura que refleje su coherencia de conjunto.

Como se señala en la Introducción, “queremos que Dante, «profeta», filósofo y poeta, haga las veces de Virgilio”. No es poco el atrevimiento. Bajo el magisterio del autor de la Commedia, el discípulo en que se ha convertido el historiador nos muestra con su ensayo, como en una puesta en abismo taraceada, la idea central de su interpretación dantesca: la unidad imperial de Europa, sueño de realidad durante ocho siglos, entre Carlomagno y el César Carlos.

Numerológico como todo libro que aspire a emular la sobriedad clásica, el lector sigue a través de tres partes, cada una subdividida en tres secciones, los lugares geográficos y las funciones morales que han definido la fisiognomía cultural europea: Atenas, Roma y Jerusalén ante el estudio, el poder y el sacerdocio. Como en cada uno de los atributos que se le asocian, cada uno de esos espacios reflejan las grandes creaciones institucionales que la Edad Media diseña y alza como la base del humanismo cristiano del que De la Peña se siente heredero. La Universidad parisina, el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Iglesia católica trazan los relieves éticos y espirituales de Europa bajo un concepto que es consustancial a su entero proyecto: Renacimiento.

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El profesor De la Peña es un gibelino, y no lo oculta. Por la libertad intelectual con el que lo expone, es el suyo un gibelinismo necesario, porque ayuda a resituar debates conceptuales de gran actualidad, que ni son menores ni merecen permanecer oscurecidos por etiquetas que podrían parecer arqueológicas. Ni ser gibelino equivale sin más a un progresista laico, ni ser güelfo a un conservador religioso. Ni tampoco el primero es un moderno avant la léttre, ni el segundo un contramoderno per se. La precisión con que nuestro autor, por ejemplo, distingue la originalidad de Dante respecto de santo Tomás obliga a preguntarse hasta qué punto la misma Reforma, con su desafío a la autoridad imperial, no sería la derivada última e indeseada del partido güelfo.

Atiéndase a la definición que ofrece De la Peña de su posición: “La solución dantesca consistió en atribuir auctoritas a ambas instituciones, los dos soles, Papado e Imperio, diferenciando el ámbito natural y sobrenatural de cada una de ellas. La necesaria armonía entre los dos poderes supremos de la Cristiandad quedaba así restablecida. Por desgracia, esta idea apenas tuvo eco”. Tan razonable parecería este planteamiento que extrae a continuación una conclusión que, no obstante, es legítimo examinar con cautela: “A partir de este axioma de la necesidad de un Imperio que traiga la felicidad terrenal al género humano, se puede establecer por inducción la necesidad de un monarca único que reine sobre todos los hombres”.

La interpretación de De la Peña, que parte de una lectura en profundidad de De Monarchia de Dante, está atravesada por algunas pinceladas que a un güelfo como yo le ponen alerta. “En tanto que Monarquía universal secular destinada a regir el conjunto de la Humanidad y ya no solo la Cristiandad”, se convertiría a sus ojos para Dante en “un instrumento al servicio de un bien superior: la paz universal”. ¿Qué impide entonces también al Emperador filósofo – reformulación europea del filósofo-rey platónico –, en función de su regia auctoritas, transformarse en un Rey Sol de justificación kantiana? Las dos espadas, temporal y espiritual, podrían ser aleadas en una sola espada: la de doble filo. En sus sabias manos el emperador podría verse tentado de reivindicar una sacra auctoritas, o al menos su resplandor secular. Con los güelfos se corre el riesgo de revueltas y anarquía. Para conjurar sus peligros, los gibelinos acaban recetando un orden sistemático, tras el que puede emboscarse el absolutismo.

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Anacoreta y güelfo, recuerdo las palabras de Cristo: “Jesús le dijo a Pedro: «Envaina la espada: que todos los que empuñan a espada, a espada morirán»” (Mt. 26,52). No corro a refugiarme en ninguna forma de pacifismo. Jesús no cuestiona el uso legítimo de la espada. Advierte de la dinámica que desencadena. Por ello, su Reino, encarnándose en el aquí y ahora, sobrepasa y jamás se agota en este mundo cuyo presente se ha ido adensando sobre las capas del pasado.

De la Peña practica con virtuosismo la esgrima dialéctica. Pone al descubierto con solvencia las contradicciones de la hierocracia papal, mientras mantiene bien protegidas las debilidades del cesaropapismo. Aun reconociendo su impecable argumentación, llega a escandalizarme la identificación del imperator con el cosmocrator bizantino “por delegación de Cristo, Rey de Reyes” como “un arquetipo político [que] sería al mismo tiempo jurídico, religioso y simbólico, y por tanto sería una categoría permanente e independiente de los azares de las victorias o derrotas en el campo de batalla”. Esta postura se mantendría agustiniana para sostener las dos ciudades, mientras, aristotélica, justificaría la Ciudad terrena como figura de la Jerusalén celeste en tanto que “encarnación política por excelencia [que] sólo terminaría con el fin de los tiempos”.

En el último tramo de la obra, al reflexionar sobre la espiritualidad medieval, De la Peña ofrece con una radicalidad que se agradece la coherencia de su visión que acaba aunando Humanismo e Imperio bajo el horizonte de la Cristiandad. Aunque hube compartido la grandeza de la misión histórica que le atribuye, cada vez tengo más dudas sobre si el cristianismo es realmente un humanismo, o hasta qué punto la coraza humanista no ha acabado encorsetando y pulverizando el cuerpo cristiano, como plantea Laurent Fourquet, de modo discutible pero estimulante, en El christianisme n’est pas un humanisme. ¿Es realmente un pleonasmo el «humanismo cristiano»? Con esa etiqueta, ¿no se habría convertido lo cristiano en un adjetivo?

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El autor de este ensayo da con valentía y madurez un paso más allá de los caminos que había decidido recorrer. En el caso de la evolución de Dante, cabe elogiar que, sine ira et studio, encare y no esquive este dato fundamental para comprender la singularidad y la genialidad de la Divina Comedia. Por un lado, De la Peña afirma un gibelinismo que brota de las brillantes argumentaciones de Étienne Gilson en Dante y la filosofía, aunque, a mi modo de ver, sobrepasa los cauces del maestro francés, más interesado en asegurar simplemente la separación de la esfera política y de la espiritual. Por otra parte, en continuidad con los estudios de nuestro autor sobre los fenómenos de la crueldad y de la compasión, hace bien en recordar que “Dante propone que la gracia de Dios es tan poderosa que puede redimir incluso las almas de los paganos justos tras su muerte”. Ahora bien, en un nuevo lance de esgrima, acude al ejemplo de H. U. Von Balthasar, obviando que el capítulo que el teólogo alemán dedicara a Dante en el volumen de Estilos laicales de Gloria es una diatriba no menor del Infierno.  

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El último tramo de las páginas de este ensayo constituye una auténtica profesión de fe que admira por la simpatía, el conocimiento y la familiaridad con la espiritualidad medieval. Si me permitiese una pequeña vanidad que tal vez ayude a explicar mejor el triple enfoque que permite esta obra, he intentado leerla con los ojos del que De la Peña llama “el monje trovador San Bernardo”, es decir, desde una celda cisterciense del siglo XII. Enrique García-Máiquez la afrontaría desde la ciudad-estado del siglo XIII, con lirismo franciscano y sentido común aristotélico. Aunque no del todo, moderno, De la Peña descubre en el Imperium, muy siglo XIV, la salida natural de la Universitas.

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P. S. Güelfos y gibelinos perseguimos la articulación política de lo uno y lo múltiple, en tanto que identidades o diferencias. Al cerrar el libro, descubro que mi punto de discrepancia último – jamás de confrontación – está contenida en la frase que abre la tercera parte: “La misericordia es la forma divina de la compasión humana y el elemento definitorio de la ética cristiana”. En ella subyace el núcleo esencial de su argumentación: el cristianismo como una ética y un humanismo. Sin que deje de serlo, entiendo el orden acentuando el otro polo: no a semejanza nuestra, sino de Dios.

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domingo, 12 de mayo de 2024

Árbol bibliogenealógico

  

Fiesta de la Ascensión

 

The Knights of the Round Table Summoned to the Quest by the Strange Damsel,
William Morris & Edward Burne-Jones (1899)

De la reciente reseña a Ejecutoria Enrique García-Máiquez me ha agradecido que haya invitado a los lectores a que tracen su propio árbol bibliogenealógico del ideal caballeresco que compartimos. Por ello, me ha animado a que ahondase en las obras que allí sólo mencionaba como las ramas del mío. Me atrevo, pues, a aceptar su desafío, de modo que romperé unas lanzas con él en el campo del honor literario. ¿Cómo?

Quienes visitan esta celda saben de mi tendencia a redactar palimpsestos. Con tinta roja y no azul como la de Enrique, anotaré en las pilastras de mi claustro las lecturas que he ido recordando mientras seguía con atención maravillada las suyas. Practicaré así con concisión el procedimiento que G. Genette incluía entre las transposiciones formales de otro texto: abreviarlo sin suprimir ninguna de sus partes más significativas. Más aún, pondré sobre tal reducción las bases de un ensayo imaginario que hace del “mutismo de esta relación sin referencia, más rigurosa y puramente que del resumen, una versión condensada, y quizás lo que se aproxima más al ideal del modelo reducido”.

Como si los míos fueron los abstracts de un tronco común, podrán comprobar los lectores cómo nuestras respectivas genealogías, al contrastar, mantienen una tenzone de aire familiar que enriquece nuestra orden.

A fin de cuentas, de Enrique el maestro es Dante; mío lo es Cavalcanti.

De pura cepa tomista él; yo, claravalense.

Él comenta los formidables versos de Ulises en el canto XXVI del Infierno; yo citaría los puestos en boca de Francesca en el canto V:

 

“Per piú fïate li occhi chi sospinse 
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma un solo punto fu quel che ci vinse”.

 

Se acoge él al amparo de Guido Cacciaguida; al de Arnaut Daniel yo.

Es el suyo un ideal caballeresco de linaje artúrico, claro y transparente; de origen trovadoresco, clus i ric, el mío.

Él se remonta a Born de Ganis, del cual surgen dos ramas: la de Don Quijote y la de Macbeth. Emparentados bajo la mirada de Elizabeth Bennett y Darcy (Orgullo y prejuicio), descienden Sydney Carton (Historia de dos ciudades) y Gabriel Araceli (Episodios nacionales); Corto Maltés y Cyrano; Brideshead y los niños de la calle Pal; Teodoro Castells (Rosa Krüger) y Saturnino (Rompimiento de gloria).  

Yo:

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En el canto XXVIII del Infierno Dante se encuentra con el trovador Bertran de Born, condenado por las discordias que habría tramado entre el joven Plantagenet y su padre el rey Enrique II. No obstante, sin la poesía de Bertran careceríamos de la maravilla del planto por la muerte de su joven señor, así como de la intensidad lírica que modela con su caricia sonora el rostro de la donna angelicata. Bertran de Born es un Macbeth que acertó a seguir el camino de la abadía cisterciense de Dálon donde morir bien.

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El Llibre d’Evast, Aloma i Blanquerna de Ramon Llull es un libro de caballerías a lo divino. A través del elogio del matrimonio y la familia en que nutre su personalidad, el protagonista emprende la búsqueda del Grial más perfecto: la contemplación de Dios. Como abad, como obispo, como cardenal y como Papa, Blanquerna acaba rompiendo con el círculo infernal de la Fortuna renunciando a los honores para hacerse ermitaño y componer, en lugar de un tratado de cortesía o un espejo de príncipes, unos dichos de amor y de luz que iluminarán, por muchos siglos, la subida al monte de la mística: el Llibre d’amic e amat. En el Cant a Ramon el poeta le había confesado a su autor: “Vull morir en pièlag d’amor”. Trovador o caballero, no dejo de recitarla como la jaculatoria que es.   

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Jamás se elogiará bastante el resto de sentido común que le quedaba al cura y al bachiller cuando salvaron el espléndido Tirant lo Blanc de Joanot Martorell en su escrutinio de la biblioteca. Elogiaron que se narrase su muerte en la cama, sin saber que anunciaban así la muerte del Caballero de la Tiste Figura. De este modo, el hidalgo manchego, preso, según René Girard, de la espiral mimética, logró deshacerse de la figura tutelar de Amadís. Tampoco se insiste tanto como se debiera en que las extremadas penitencias de Don Quijote en Sierra Morena, remedo de las de Amadís en Peña Pobre y quién sabe si indirectamente, bajo el peso lector de la interpretación Unamuno, de las de Íñigo de Loyola en Manresa, no son sino un espejismo a lo profano de la austeridad monacal de quienes se retiran al desierto para combatir los demonios que los atormentan y no para recrearse en la melancolía con que paradójicamente los agasajan. ¿No será acaso que Tirant supo esquivar las trampas de los males de amor que padeció gracias a la formación caballeresca que le impartió en su juventud el Rey ermitaño?

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Dos figuras distintas que se reflejan mutuamente sostienen una visión moderna ante el destino humano. Hamlet no dejará de fascinar nuestra imaginación. Le seguimos hipnotizados como Horatio o le despreciamos como Laertes o le tememos como Claudio. Se citaba unas líneas atrás a Girard. En Los fuegos de la envidia el filósofo francés proponía una interpretación de la obra de Shakespeare en absoluto desdeñable. Más que de una tragedia de la venganza, las dudas de Hamlet representarían la conciencia desengañada de su necesidad de vengarse. En lugar de vacilar, el príncipe danés diferiría la acción que le habría tocado en desgracia en el teatro de su mundo. Como espectadores su atractiva e irritante ambigüedad, inapresable, no ha sido mejor descrita que por los protagonistas de un palimpsesto encerrado en el hipotexto de Esperando a Godot de S. Beckett: Rosencrantz & Guildenstern han muerto de T. Stoppard. Go to the nunnery!, clamó Hamlet. Pero él prefirió vagar por el despedazado silencio de los palacios.

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La dulce Ofelia no logró recuperar el amor de Hamlet, pero la bella Rosaura sí consiguió que Segismundo hiciera triunfar su libertad. Nunca me cansaré de asegurar que otro gallo nos habría cantado a los españoles si, en lugar de encumbrar exclusivamente fuenteovejunas y alcaldes de Zalamea – con esa histérica insistencia en que del Rey abajo, ninguno –, hubiéramos seguido los pasos del héroe de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Habríamos atemperado nuestros furiosos y brutales rencores en la grandeza y la prudencia de un honor que no es solamente patrimonio del alma sino semejanza de la gloria de Dios.

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Si mis huéspedes todavía conservan paciencia, en esta mitad del recorrido puedo advertirles que la mayoría de los modelos que han impresionado mi imaginación caballeresca son personajes solitarios. Don Álvaro Yáñez, el protagonista de El señor de Bembibre, no es una excepción. Es un héroe de juventud. Con los años y los desengaños, uno comprende que, si bien no existe una esperanza más pura que el abismo que se abre en la desesperación, entregarse a esta como la única esperanza de la desolación es un castigo que no merece la pena. Don Álvaro entró en el Temple como Amadís en Peña Pobre. Y se equivocó de una manera suicida. San Bernardo elogió en los templarios la intrepidez del soldado y la mansedumbre del monje. Sobre la base de este adynaton se forja, irresoluble, una conciencia conservadora.

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Bien dice Máiquez que el noble de espíritu pasa por alto las debilidades ajenas. Deshace entuertos con firmeza, así como protege la inocencia. La nobleza más alta se sabe sostenida por la santidad. En mi árbol bibliogenealógico también debieran tener cabida, como en cualquier familia, los pequeños que son los primeros en el Reino. Hace unos años mi hija pequeña se empeñó en que leyéramos Heidi de Johanna Spyri. Recordaba, condescendiente, la serie animada de mi infancia. Acabé sus páginas aguantando las lágrimas. Aquella niña era una santa. ¿Quién es santo? Léon Bloy contestaría: Quien hace milagros. Heidi los hace, porque su fe es realmente como un grano de mostaza. Ante su rostro dormido, que es el de una donna angelica, el abuelo pronuncia las palabras del hijo pródigo. Esa niña le ha enseñado con la pureza de una vida doliente a rezar de nuevo el Padre nuestro. El solitario de los Alpes, por solo amor a ella, se reconcilia con lo mejor de sí.

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¿Qué nobleza más alta que el perdón? Benina, humilde y humillada, es la imagen de la Misericordia, hoy que está tan trillada esta palabra como si fuera un analgésico imprescindible para mantener a raya, con cinismo, la buena conciencia y el deletéreo bienestar emocional. Pocas veces resuenan con más hondura en la literatura universal las palabras de Cristo como al final de la novela de Benito Pérez Galdós: “Yo no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal… No llores… y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.  

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Una sola cosa es necesaria, pero nuestra fragilidad tiende a la aventura. Y es bueno que así sea al volver la vista atrás. La nobleza se mide por el valor y el arrojo, y la capacidad para mantener el rumbo en medio de las borrascas que, como con Ulises, nuestros destinos van descargando sobre nosotros. Lograr que las contingencias no nos arrastren como un remolino es el arte más áspero de la supervivencia y el más imprescindible de transmitir, con sequedad afectuosa. Lo aprendí en las páginas de Pío Baroja. En los momentos tempestuosos de mi adolescencia, un sacerdote navarro solía decirme que, al verme, se le venía a la imaginación Shanti Andía. Pero yo siempre, siempre, he admirado a Zalacaín.

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La vida está llena de sombras y luces. Es preciso amarlas sin recrearse en ellas. Perdonar es difícil; pedir perdón más; perdonarse, imposible si no fuera por Dios. Una de las novelas más duras e implacables que haya podido leer es Kaputt de Curzio Malaparte. En medio de la Peste más sombría de la civilización occidental, recorre el frente oriental como si fuera un nuevo Bocaccio, contando historias espantosas, de tan reales, con los que intenta conjurar el terror congelado que le ha fascinado, con el que ha cooperado, al que se resiste a seguir rindiendo culto. Sin el protagonismo cómico y temerario, dolosamente infantil, del Conde de Foxá, Kaputt sería insoportable: el reverso de una Cruzada demoníaca que proclama que sólo el Infierno existe y que, si existe el Cielo, está vacío.

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De esa sombra emerge, pese a todo, con la lucidez de la cultura el Poeta. La muerte de Virgilio de Hermann Broch bebe del consuelo de la destrucción de Troya que la Eneida – y tras ella la Divina Comedia – no han dejado de subministrarnos. El alucinado itinerario infernal por las calles de Brindisi, la despiadada conversación de Augusto en el Purgatorio de la agonía, la luminosa, entre artúrica y wagneriana, entrada en el conocimiento celestial, giran a través de los elementos sobre la precaria y única verdad que nos hace humanos: la Obra.

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“Casi desnudo, como los hijos de la mar”, sentenciaba Antonio Machado al final de su Retrato. Al llegar la hora de la partida, como Perceval se deshizo de la armadura para poder responder la pregunta del Grial, uno debiera desembarazarse de los años, de los fracasos, de los triunfos, de todo absolutamente, y recuperar la mirada del niño que fue y ya no es, y lanzarse a la carrera con el deseo intacto de felicidad y de belleza que protegíamos a resguardo de nuestra fragilidad siempre herida. Como dice Gregorio Luri en uno de sus últimos aforismos: “A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste”. La caballerosidad consiste también en mantener la lealtad callada al silencio despoblado de tus antiguos compañeros con los que secretamente compartiste sentimientos. Palabra a palabra escandiré, como el protagonista de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, los versos de Virgilio que me hablan del amor y de la contemplación, del stilnuovo y de Claraval.

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viernes, 10 de mayo de 2024

Hidalguía de espíritu

 

Memoria de S. Juan de Ávila, dr.




Me alcanza Ejecutoria de Enrique García-Máiquez en uno de esos periodos en que, como los asuntos cotidianos reclaman una concentrada dispersión, más acuciante se vuelve el recuerdo de la clausura interior que trascienda, o transfigure, su realidad moliente. Con el sentimiento de nunca estar a la altura de su exigencia, me he adentrado en la reivindicación de la hidalguía de espíritu que García-Máiquez pone, desde sus primeras líneas, bajo el patrocinio de San Bernardo de Claraval.

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Con malestar ilustrado José Luis García Martín ha calificado esta obra de “alegato contrarrevolucionario” y a su autor de “contrarrevolucionario con ramalazos ácratas”. Ciertamente, la postura que adoptan tanto la una como el otro manifiestan una clara vertiente política y filosófica: García-Máiquez es el primero, no el último, de nuestros güelfos blancos; en consonancia, Ejecutoria lanza una apasionada apuesta por el realismo metafísico. Pero es también, más allá de su estilo, una defensa estética y hasta espiritual de una concepción de la vida que está basada en los trascendentales (verdad, bien y belleza) sobre una base que es tanto paradójica como antitética. Un anti(pos)moderno como él todavía es (pos)moderno, pero ya no lo es. Su relación con el pasado se basa en una tensa y exigente contradicción que en su prólogo, quijotesco, restaura el gesto de una nueva creación: si San Bernardo animaba un(a) orden de monjes y guerreros, García-Máiquez propondrá una alianza de adalides y ciudadanos que sepan combinar, como una suma de oxímoros y quiasmos, los deberes de la aristocracia con los privilegios de la democracia. Quizás, más que restauración, cabría llamarla reencuentro de la materialidad que nos arrastra y de la idealidad que nos eleva, haciendo más hondamente humano el significado de nuestra vida. Como dice nuestro autor, guiado por Dante: “Sólo hay una cosa tan ajena a la aristocracia de espíritu como negar que somos mitad ángeles: negar que somos mitad bestias. Dominar (domar) esta mitad es media parte del señorío que nos debemos”.

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En la primera parte, Máiquez va pautando la “idea” de hidalguía en su singular relación con el campo semántico que engloba los conceptos de nobleza y aristocracia. Frente al igualitarismo que sume en la indigencia, la hidalguía que busca el perfeccionamiento moral; frente a la orteguiana rebelión de las masas, la inteligente nobleza del espíritu; frente al democrático anonadamiento de cualquier jerarquía, la aristocracia que reúne la paternidad y la filialidad y el patriotismo; frente a la vulgaridad, el heroísmo; y frente al mero interés, la obligación o el deber. He ahí el fundamento y la humilde altivez de la propuesta de García-Máiquez. El noble lo es de corazón; el aristócrata lo es de espíritu; el hidalgo, como don Quijote o el “villano” Pedro Crespo, lo es por su alma. Además, nobleza obliga, si un inglés tiene su modelo de gentleman y el francés de homme honnête, ¿qué sino hidalgo perseguirá ser el español? 

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Los versos uliseicos de la Divina Comedia le permiten a nuestro autor, sobre el horizonte cultural de la Hispanidad, articular su concepto de hidalguía como una costumbre y como una virtud. “Pero, sobre todo, a diferencia de todas las demás propuestas, pone el acento en la transmisión familiar, en la deuda con nuestros mayores y en el agradecimiento”, dice Máiquez. Llegado a este punto, introduce una distinción entre hidalguía y santidad – en el fondo, entre vida activa y contemplativa – que resitúa el discurso en el horizonte de un tratado de cortesía, como, bajo la guía de Camus, intentará esbozar en el capítulo “Hablar con las manos”. En la complementariedad entre una y otra, no en su confusión, regresa una tensión genealógica que atraviesa el libro entero: el hidalgo, veraz, bueno e íntegro, se mira en el espejo caballeresco del miles Christi paulino (Ef. 6), sabiendo que la perfección de su búsqueda del Grial la cumple el homo viator entregado a la obediencia pura de Dios.

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El capítulo “Árbol bibliogenealógico” es una delicia de lecturas, en la extensa ambigüedad del genitivo. Brilla en esas páginas el lector que vibra y vive a fondo en el mundo de la imaginación que transfigura nuestra existencia. Es, sobre todo, una invitación a que sus lectores rastreemos nuestra propia biblioteca. El de García-Máiquez muestra un ideal caballeresco que se sostiene sobre el artúrico Bors de Ganis y el cervantino Don Quijote. De esos orígenes se van sucediendo las empresas de sus descendientes, desde Macbeth a Corto Maltés o desde las Bennet a Rosa Krüger. Fascinado por sus comentarios, me he percatado de que el mío en el fondo es un ideal trovadoresco, más próximo, stilnovista como soy, a Cavalcanti que a Dante. Entre Bertrand de Born (o Alvar Fáñez) y Tirant lo Blanch (o quizás, más bien, Blanquerna), voy caminando al lado de Segismundo, del señor de Bembibre, de la misericordiosa Benina o de Heidi, a través del veraniego mar de Helena… Trovador o caballero, la llamada a la acción (de gracias) que lanza García-Máiquez requiere, en fin, que le devolvamos las gracias (de la acción).

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De guardia, García Martín advierte el riesgo de que Ejecutoria se asemeje en ocasiones a un centón de citas. Puede verse también de otra manera. García-Máiquez, que ni es académico ni pretende ostentar erudición, se ve absorbido por la vorágine del agradecimiento y de algún modo bosqueja las líneas de ese imposible ideal que planteaba Walter Benjamin: escribir un libro como un mosaico de citas. El libro se plantea como un diálogo, también con el lector, sobre la conversación inacabada y siempre presente, por encima del tiempo, que su autor mantiene con una presente sucesión de vivos: con Dante y con Albert Camus; con José Ortega o con Rob Riemen. Para Máiquez, a fin de cuentas, pensar es conversar.

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Enrique es realista, es metafísico, toma por bandera la blanca de los güelfos, clara y directa. Bajo la cruz roja de San Jorge o de San Andrés que la atraviesa de lado a lado, paradójicos, se esconden secreto tras secreto. Su escritura difumina sus contornos hasta que parezcan transparentes. Como si se disculpara, se refugia en su hipocondría, en sus despistes, en El Puerto. Se le apresuran entonces las palabras en la boca hasta dejarlas en suspenso, como si castañeteasen. Es ese el momento de aguzar el oído. Resuena entonces sencilla una verdad honda y callada. No en sus dilogías ni en las metátesis hay que buscarlas sino en los blancos dentro de un verso, como si el ritmo se detuviera a meditar. Y entonces, acompañado de los suyos, desenvaina y echa a galopar. En alguna ocasión le he comentado que, en el fondo, su modelo de vida no es el de un mosquetero sino el de un templario. Él lo sabe: yo aspiro a convertirme en un simple lego cisterciense.

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