Fiesta de
la Visitación de la Virgen María
La crítica de libros,
como un subgénero de la crítica literaria, es un arte sutil. Monástico, la vivo
como un ejercicio ascético. El crítico a menudo suele empeñarse en demostrarle
al lector que, como mínimo, es tan listo como el autor. Llega a creer que sus
objeciones discuten los méritos de la obra y sus elogios los elevan. Más bien, debería reconocer que la buena obra, en sus acuerdos y con sus
desacuerdos, le hace mejor. George Steiner llamaba a esta tarea una deuda de
amor. A punto de reseñar La Europa de Dante, de Manuel Alejandro
Rodríguez de la Peña, me recito con tal certeza algunos aforismos de
Nicolás Gómez Dávila: “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto”; “el
reaccionario tiene admiraciones, no modelos”; “el crítico es el procurador del
orden”.
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La lectura del último
libro de De la Peña proporciona una rara satisfacción dentro del panorama de la
vida académica española: es inteligente y riguroso en sus argumentos y está
redactado con un cuidado y una sensibilidad que hacen de él la obra de un humanista.
Es una obra con aspiración total, que desea engarzar su tesis de fondo
en una estructura que refleje su coherencia de conjunto.
Como se señala en la
Introducción, “queremos que Dante, «profeta», filósofo y poeta, haga las veces
de Virgilio”. No es poco el atrevimiento. Bajo el magisterio del autor de la Commedia,
el discípulo en que se ha convertido el historiador nos muestra con su ensayo,
como en una puesta en abismo taraceada, la idea central de su interpretación dantesca:
la unidad imperial de Europa, sueño de realidad durante ocho siglos, entre
Carlomagno y el César Carlos.
Numerológico como todo
libro que aspire a emular la sobriedad clásica, el lector sigue a través de
tres partes, cada una subdividida en tres secciones, los lugares geográficos y
las funciones morales que han definido la fisiognomía cultural europea: Atenas,
Roma y Jerusalén ante el estudio, el poder y el sacerdocio. Como en cada uno de
los atributos que se le asocian, cada uno de esos espacios reflejan las grandes
creaciones institucionales que la Edad Media diseña y alza como la base del humanismo
cristiano del que De la Peña se siente heredero. La Universidad parisina,
el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Iglesia católica trazan los relieves
éticos y espirituales de Europa bajo un concepto que es consustancial a su entero
proyecto: Renacimiento.
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El profesor De la Peña es
un gibelino, y no lo oculta. Por la libertad intelectual con el que lo
expone, es el suyo un gibelinismo necesario, porque ayuda a resituar debates
conceptuales de gran actualidad, que ni son menores ni merecen permanecer
oscurecidos por etiquetas que podrían parecer arqueológicas. Ni ser gibelino
equivale sin más a un progresista laico, ni ser güelfo a un conservador
religioso. Ni tampoco el primero es un moderno avant la léttre, ni el segundo
un contramoderno per se. La precisión con que nuestro autor, por
ejemplo, distingue la originalidad de Dante respecto de santo Tomás obliga a preguntarse
hasta qué punto la misma Reforma, con su desafío a la autoridad imperial, no sería
la derivada última e indeseada del partido güelfo.
Atiéndase a la definición
que ofrece De la Peña de su posición: “La solución dantesca consistió en
atribuir auctoritas a ambas instituciones, los dos soles, Papado e
Imperio, diferenciando el ámbito natural y sobrenatural de cada una de ellas. La
necesaria armonía entre los dos poderes supremos de la Cristiandad quedaba así
restablecida. Por desgracia, esta idea apenas tuvo eco”. Tan razonable
parecería este planteamiento que extrae a continuación una conclusión que, no
obstante, es legítimo examinar con cautela: “A partir de este axioma de la
necesidad de un Imperio que traiga la felicidad terrenal al género humano, se
puede establecer por inducción la necesidad de un monarca único que reine sobre
todos los hombres”.
La interpretación de De
la Peña, que parte de una lectura en profundidad de De Monarchia de
Dante, está atravesada por algunas pinceladas que a un güelfo como yo le ponen
alerta. “En tanto que Monarquía universal secular destinada a regir el conjunto
de la Humanidad y ya no solo la Cristiandad”, se convertiría a sus ojos para
Dante en “un instrumento al servicio de un bien superior: la paz universal”. ¿Qué
impide entonces también al Emperador filósofo – reformulación europea del
filósofo-rey platónico –, en función de su regia auctoritas, transformarse
en un Rey Sol de justificación kantiana? Las dos espadas, temporal y
espiritual, podrían ser aleadas en una sola espada: la de doble filo. En sus
sabias manos el emperador podría verse tentado de reivindicar una sacra auctoritas,
o al menos su resplandor secular. Con los güelfos se corre el riesgo de
revueltas y anarquía. Para conjurar sus peligros, los gibelinos acaban recetando
un orden sistemático, tras el que puede emboscarse el absolutismo.
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Anacoreta y güelfo,
recuerdo las palabras de Cristo: “Jesús le dijo a Pedro: «Envaina la espada:
que todos los que empuñan a espada, a espada morirán»” (Mt. 26,52). No corro a
refugiarme en ninguna forma de pacifismo. Jesús no cuestiona el uso legítimo de
la espada. Advierte de la dinámica que desencadena. Por ello, su Reino,
encarnándose en el aquí y ahora, sobrepasa y jamás se agota en este
mundo cuyo presente se ha ido adensando sobre las capas del pasado.
De la Peña practica con
virtuosismo la esgrima dialéctica. Pone al descubierto con solvencia las contradicciones
de la hierocracia papal, mientras mantiene bien protegidas las debilidades del
cesaropapismo. Aun reconociendo su impecable argumentación, llega a
escandalizarme la identificación del imperator con el cosmocrator
bizantino “por delegación de Cristo, Rey de Reyes” como “un arquetipo político
[que] sería al mismo tiempo jurídico, religioso y simbólico, y por tanto sería
una categoría permanente e independiente de los azares de las victorias o derrotas
en el campo de batalla”. Esta postura se mantendría agustiniana para sostener
las dos ciudades, mientras, aristotélica, justificaría la Ciudad terrena como
figura de la Jerusalén celeste en tanto que “encarnación política por
excelencia [que] sólo terminaría con el fin de los tiempos”.
En el último tramo de la
obra, al reflexionar sobre la espiritualidad medieval, De la Peña ofrece con
una radicalidad que se agradece la coherencia de su visión que acaba aunando
Humanismo e Imperio bajo el horizonte de la Cristiandad. Aunque hube compartido
la grandeza de la misión histórica que le atribuye, cada vez tengo más dudas
sobre si el cristianismo es realmente un humanismo, o hasta qué punto la coraza
humanista no ha acabado encorsetando y pulverizando el cuerpo cristiano,
como plantea Laurent Fourquet, de modo discutible pero estimulante, en El christianisme
n’est pas un humanisme. ¿Es realmente un pleonasmo el «humanismo
cristiano»? Con esa etiqueta, ¿no se habría convertido lo cristiano en un adjetivo?
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El autor de este ensayo
da con valentía y madurez un paso más allá de los caminos que había decidido
recorrer. En el caso de la evolución de Dante, cabe elogiar que, sine ira et
studio, encare y no esquive este dato fundamental para
comprender la singularidad y la genialidad de la Divina Comedia. Por un
lado, De la Peña afirma un gibelinismo que brota de las brillantes
argumentaciones de Étienne Gilson en Dante y la filosofía, aunque, a mi
modo de ver, sobrepasa los cauces del maestro francés, más interesado en
asegurar simplemente la separación de la esfera política y de la espiritual. Por
otra parte, en continuidad con los estudios de nuestro autor sobre los
fenómenos de la crueldad y de la compasión, hace bien en recordar que “Dante
propone que la gracia de Dios es tan poderosa que puede redimir incluso las
almas de los paganos justos tras su muerte”. Ahora bien, en un nuevo lance de
esgrima, acude al ejemplo de H. U. Von Balthasar, obviando que el capítulo que el
teólogo alemán dedicara a Dante en el volumen de Estilos laicales de Gloria
es una diatriba no menor del Infierno.
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El último tramo de las
páginas de este ensayo constituye una auténtica profesión de fe que admira por
la simpatía, el conocimiento y la familiaridad con la espiritualidad medieval.
Si me permitiese una pequeña vanidad que tal vez ayude a explicar mejor el
triple enfoque que permite esta obra, he intentado leerla con los ojos
del que De la Peña llama “el monje trovador San Bernardo”, es decir, desde una
celda cisterciense del siglo XII. Enrique García-Máiquez la afrontaría desde la
ciudad-estado del siglo XIII, con lirismo franciscano y sentido común aristotélico.
Aunque no del todo, moderno, De la Peña descubre en el Imperium, muy
siglo XIV, la salida natural de la Universitas.
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P. S. Güelfos y gibelinos
perseguimos la articulación política de lo uno y lo múltiple, en tanto que
identidades o diferencias. Al cerrar el libro, descubro que mi punto de
discrepancia último – jamás de confrontación – está contenida en la frase que
abre la tercera parte: “La misericordia es la forma divina de la compasión
humana y el elemento definitorio de la ética cristiana”. En ella subyace el núcleo esencial de su
argumentación: el cristianismo como una ética y un humanismo. Sin que deje de
serlo, entiendo el orden acentuando el otro polo: no a semejanza nuestra, sino
de Dios.
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