Solemnidad de la Anunciación del Señor
Interior del Templo en la parábola del Fariseo y el Publicano, Dirck Van Delen (1658) |
Caracteriza nuestra época la aplicación
exhaustiva del principio de no-no contradicción. Uno de sus procedimientos más
habituales consiste en reducir la categoría a anécdota, a fin de que la anécdota
se convierta en categoría indiscutible. Cualquier argumento debe contener un tufo moralista. Sólo así nuestro nihilismo aquilatará hasta el extremo la inversión
de valores que requiere su expansión. La fluidez no disuelve
ningún binario, sino que los reutiliza. No afirma ni niega ningún ser. Jalea las simultáneas posibilidades de ser.
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En los ambientes eclesiásticos el principio de
no-no contradicción se ha desarrollado a trompicones y con eficacia, entre
pensamientos de almanaque piadoso y estampas de payasitos sonrientes. No es que
lo “malo” se haya convertido en bueno y viceversa, sino que “lo” malo no puede
dejar de ser bueno y “lo” bueno no puede esconder que no es perfecto. Fariseo,
malo: rigorista, inflexible, soberbio. Publicano, bueno: dialogante, dúctil,
humilde. Pero ¿acaso no es posible sospechar que, tras un fariseo, late el
corazón de un publicano y que el disfraz publicano apenas oculta el enésimo
truco autojustificador del fariseísmo?
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Si la fidelidad es tachada a menudo de infiel al espíritu, ¿debe aceptarse sin replicar que la infidelidad a la letra depurará la fe? Aun
con temor, me atrevo a experimentar el procedimiento con una parábola
evangélica, por si demuestra su “operatividad” (Lc 18, 9-14).
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Dijo también esta parábola a algunos que desconfiaban de los demás por considerarlos justos y se compadecían de sí mismos: «Dos personas subieron al templo a orar. Uno era publicano; el otro, fariseo. El publicano, erguido, oraba así exteriormente: “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque podría ser como los demás hombres: ladrones y adúlteros, y no como ese fariseo. Hago voluntariado todos los días en las redes sociales y pago el diezmo de todas mis emociones”. El fariseo, en cambio, encogido, se atrevía a levantar los ojos alrededor, y, sin darse golpes de pecho, decía: “¡Oh, Dios!, sana nuestros pecados”. Os digo que este subió a su casa ridiculizado y aquel no. Porque todo el que se lamente será ridiculizado y el que se ridiculice será festejado».
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