Memoria de S. Agustín de Canterbury, ob. y dr.
Cristo en el desierto, Iván Kramskoi (1873) |
Estimado José
Antonio:
Voy releyendo su última carta mientras siento, sin melancolía y con claridad, qué lejos está mi
experiencia urbanita de la refrescante inmediatez, física, que expresan sus
palabras. ¡Es el atributo de los clásicos! No se limitan a designar la realidad
que emerge de ellas como al amparo de un conjuro. También la custodian de las
amenazas que profiere atronadora esa jerga actual que, oculta tras las más
variadas máscaras, nos aflige machaconamente. Como aun abigarradas dejan vacía
-y aburrida- el resto del alma que no hayan podido todavía devorar, sólo cabe
oponer unas pocas verdades, como la suyas, con la sintaxis flexible y sencilla que
susurren las nubes reflejadas en el arroyo de nuestra imaginación.
Frente a la
conceptualización abstrusa que se autoproclama “discurso dominante”, me ha dado
su carta el descanso de la anécdota trascendida, concreta, particular, en el
bar de su pueblo, o en la acuarela con que traza su visita a un monasterio cuya
función sobrenatural ha devenido simplemente instrumental, turística, desvanecida.
Este tema que usted plantea con punzante plasticidad quizás sea motivo para la
digresión de otra carta.
Como ve, no dejo de
debatirme en cómo emprender el camino de esta contestación que parece seguir demorándose.
Debo confesarle que sus páginas me han arrastrado a la infancia casi de un modo
natural, como si mis recuerdos se convirtieran repentinamente en vertiginosas semillas
de diente-de-león. Aunque quisiera contrarrestarlos deteniéndome en sus agudas reflexiones
sobre el Císter y la pérdida del sentido noético de la Palabra hecha carne, me
declaro ahora vencido por ellos.
Comoquiera que temo
acabar complaciéndome en la sátira, esa forma de saturación con que pudiese desahogar
en la conversación dolorcicos del espíritu, me atreveré a pasear de amanecida y
sin rumbo fijo aquel pinar lejano de la adolescencia. Apenas me detendré al
borde de un claro, absorto ante unas piñas secas, zigzagueando en busca del
canto más puro de un zorzal cuyo eco vibra ya ausente por completo en mi
memoria.
Usted me entiende,
¿verdad?, pues la amistad que hemos empezado a tejer entre estas líneas cruzadas,
como cualquier forma humana de comunidad, sólo puede sostenerse con los
vínculos sagrados que anudan la tierra, el agua, el aire o el fuego -y jamás
los impuestos, la sanidad pública o la reforma del código civil o penal-.
De paso, sin
prestar mucha atención, me llegaba el otro día, como un rumor, la intervención
de un político joven que pontificaba con sulfurada contención, como aquellos curillas
posconciliares tan ágiles para detectar la mota en el ojo ajeno y atribuirle la
dimensión de las vigas con que han ido derrocando los cimientos de sus nuevos
templos. Su cháchara giraba tópicamente sobre una cuestión de micromachismos
y de la
injusta tranquilidad que la gente como él tenía de volver a casa tras una
fiesta sin temor de ser agredido. No pude evitar pensar en qué suerte de mundo se
había criado.
Más allá de Ventas,
en aquellos desmontes donde a finales de los 70 podías seguir tropezándote con un ragazzo de la Via Gluck, entre aquellos descampados almodovarianos, todavía podías dar una
patada en el suelo y que a veces se te tragase el Abroñigal o que te saltase
una chispa de la estación subeléctrica junto a la cual se montaban las hogueras
de San Juan. Para mí la primavera, ese fresco que te recorría las rodillas ya rozadas
nada más estrenar los pantalones cortos que acababa de recortar tu madre, está
asociada al alquitrán. Olerlo me retrotrae a aquellos años de bicicleta y
ocasos lentos, a finales de abril o principios de mayo, cuando las lluvias habían
pasado y las tardes de domingo eran un silencio ventoso y deslumbrado, y
empezaban a asfaltar las calles ganadas a ese eufemismo que calificaba de "casitas bajas" unas
pobrísimas edificaciones de barro.
En alguna ocasión invernal
se iba la luz en el puente a las siete de la tarde. Había que cruzarlo para
llegar a casa y no se disponía de una moneda para buscar una cabina telefónica.
Al llegar a la altura en que durante meses se fue descomponiendo un gato negro uno
empezaba a recuperar el aliento atormentado por fantásticas figuras. “¡Venga,
el peluco; y no corras, que es peor!”. Quedaba por atravesar el último
descampado esperando a que, si te salía un grupo al paso, lo liderase un
antiguo compañero expulsado del colegio.
Adolescente también,
en alguna ocasión me habría entretenido al salir de la parroquia. Una noche, mientras
aceleraba el paso, una chica conocida sólo de vista se me acercó toda asustada.
Casi a la puerta de su casa, había visto a un tío raro deambulando por la calle.
Más que pedirme que la acompañara, debí de sentir que nos concedía la
oportunidad de demostrar que, aun no teniendo ni media bofetada, era digno de
esa comunidad a la que pertenecíamos. Con una sonrisa la acompañé como si fuera
un novio formal, a dos pasos de distancia. Nunca más volvimos a hablar.
Tal vez aquello fuera
ya entonces irreal, pero si ahora esta confesión le convierte a uno en reo de
la gehena no se debe a su falsedad ni a constituir una prueba de opresión y de
culpa interiorizada, sino a que refleja una silenciosa solidaridad que se
declara intolerable, porque no puede ser reglamentada ni sancionada. Lo que resulta
espeluznante de esta época es la agobiante sensación de que, hagas lo que
hagas, siempre estás en falso ante los predicadores de su propio interés. Gesticula,
búrlate, vacila; da lo mismo. Todo confirma que eres su prisionero. Alivia
tanto como abruma saber que, como diría Qohélet, también esto es vanidad y caza
de viento. Quienes niegan la razón de cualquier dios, no pueden sino exigir un
infierno con póliza antincendios.
Vínculos sagrados significan
algo que excede eso que llaman para abreviar biopolítica. En este mundo quizás
sólo quepa aspirar a habitar en el mejor de los casos el Purgatorio, donde los
sufrimientos, intransferibles, podrán ser infernales, mientras que la esperanza,
compartida, es paradisiaca.
Acaso porque esos
vínculos garantizan la libertad individual más inviolable, los momentos más
intensos de revelación, apenas unos segundos en que el mundo se detiene sin
pensamiento y sin sentimiento, sólo puro ser en tensión que contiene lo que
eras y serás cuando no seas, de un modo imperceptible y anodino para quienes te
rodean, se me presentan en símbolos surgidos de lo más elemental: el repiqueteo
veraniego de un hilo de agua en la piedra húmeda de una pila en El Paular, el
azul del mar sobre la arena decembrina del Saler, una noche serena atisbada
tras el cimborrio primaveral de la Cuenca de Barberá, el cielo en forma de
herradura otoñal de una carretera vallisoletana….
¿Para qué le cuento
estas cosas que había olvidado y de las que nunca me ha gustado hablar? ¿Qué
más puedo decirle ahora? Como se me atropellan las imágenes, debo darles
descanso. Guárdeseme bien hasta la próxima.
Suyo,
APP
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