viernes, 19 de marzo de 2021

Los hijos de Laocoonte (Respuesta II a José Antonio Martínez Climent)


Solemnidad de San José, patriarca


Laocoonte y sus hijos,
Agesandro, Atenodoro y Polidoro de Rodas
(siglo II a. C.)

Estimado José Antonio:

Mientras andaba cavilando si mi respuesta a su primera carta no habría incurrido en el error urbanita que Vd. había denunciado con tanta sagacidad -el de estilizar, bajo una advocación virgiliana, la vida de la imaginación como la que ha sufrido el campo-, he tenido la agradable sorpresa de recibir su nueva misiva. ¿No cree que de algún modo esas líneas que, por su iniciativa, hemos empezado a intercambiar nos están invitando a recorrer juntos algunos de los paisajes solitarios, no aislados, que no nos cansamos de contemplar?

La amistad, sobre todo a nuestra edad, se decide menos que nunca. Raramente llama a la puerta. Surge, imprevista, de una conversación que prolonga y graba el eco de otras entrecruzadas aquí y allí. De tan circunstancial en apariencia, ¿no será providente en nuestro caso?

Sentémonos, pues, no sé si a la sombra de un álamo o de un ciprés, como los que observa desde su casa castellana o con los que sueño ahora en mi memoria citerior. La escritura siempre prueba a acortar la distancia del tiempo y del lugar. ¡Quiera Dios que los difumine en esos momentos en que nos reclinamos sobre nuestros escritorios!

¡Pues cómo ha resonado y con qué fuerza al oído esa tarea formidable que el último párrafo de su reciente carta encomienda al monje, al emboscado o al güelfo! ¿¡Volver a descubrir, entre el dolor, la belleza escondida!? ¡Como la perla del Evangelio! ¿Acaso no hemos querido vender secretamente nuestras posesiones para adquirir las ciénagas en que están sumidas las nuestras? ¿No hemos intentado alzar allí los planos de nuestros monasterios con los materiales de la herencia tradicional que hemos jurado mantener crepitante?

Como bien señala, el Estado no por democrático ha renunciado a su radical pulsión moderna. Unas renovadas ansias totalitarias parecen haber encontrado en la democracia el mejor camino para triunfar sobre las libertades básicas del hombre. Reducido primero a individuo mediante un tipo u otro de positivismo, su naturaleza ha sido librada a una indefinición social y cultural que, aunque suele calificarse nihilista, ha empezado a adoptar las más proteicas formas transhumanas.

Citaba usted en sus líneas a Walter Benjamin. Su recuerdo me ha impulsado a regresar a la República platónica y a la Eneida de Virgilio. Sospecho que en estos momentos democracia y tiranía son dos manifestaciones de un solo régimen. Sin temor, cabe constatar que irán anudándose en un abrazo cada vez más inexpugnable, como la serpiente enviada por Apolo se enroscó hasta ahogar a Laooconte y a sus hijos.

En nombre de grandes palabras, insignificantes según las situaciones, los güelfos hemos sufrido cómo nuestros guías aceptaban paulatinamente, a cambio de unos privilegios irreales, que fuéramos siendo expulsados del espacio público. Aceptaron, sumisos, que podíamos sostener nuestras ideas en el ámbito de la privacidad. ¡Faltaría más que cada cual “educase” a sus hijos como quisiera en el silencio de su hogar! El hogar se convirtió en el lugar del arresto domiciliario de las ideas que al Estado le convenía perseguir sin alzar la voz.

Una vez controlado y bien localizado cualquier atisbo de disenso, el siguiente paso, casi en aras de la seguridad pública, está consistiendo en invadir la intimidad hasta despojarla de cualquier sentido de privacidad que no pueda aceptar ser domesticada. El dogma de la transparencia admite sólo la opacidad en los procedimientos de detección de hasta el más mínimo resquicio de resistencia íntima. ¿Puede negarse que una celda de aislamiento acolchada e iluminada todo el día no es el símbolo por excelencia de una Ilustración permanente que obliga, por el propio bien, a entonar la autocrítica que nos feliceará? Las nuevas Lubiankas están diseñadas para que de sus muros no se escapen gritos sino risas.

Como diagnosticara Sócrates: “¿No es pues, forzoso que en una tal ciudad la libertad se extienda a todo? ¿Y que se infiltre la indisciplina, ¡oh, querido amigo!, en los domicilios privados y que termine por imbuirse hasta en las bestias?”. La descripción platónica sigue vigente: menosprecio de los maestros que no deben saber nada y deben hacer de todo; preterición de los mayores cuyas palabras y obras se consideran inactuales; obligación de la ancianidad a imitar a la juventud para no parecer despótica.

Apenas ahogado, ¿no escuchamos ya la advertencia de Laocoonte?: “No os fieis, troyanos, del caballo”. Su liturgia ha querido mantenerse fiel al servicio de las fuerzas sagradas del océano -de la oscuridad- que velan por la vida y la muerte, sin ceder a las pretensiones dionisiacas del desenfreno. Enmascaradas bajo formas apolíneas, los proyectos de disolución de todo orden que conserve un recuerdo clásico están empeñados en obligarnos a abandonar toda esperanza. Imponen que el infierno sea el cielo de nuestros sueños y el Paraíso, la intolerable proscripción de sus deseos inducidos.

Déjeme, admirado José Antonio, que me extienda un poco más con un ejemplo corriente, casi sociológico, que desahogue otros dolores más personales. Durante años quienes trabajamos en la Academia, esa institución hoy tan poco platónica, escuchábamos en algunas autoridades universitarias cristianas un argumento implacable e ingenuo. Debíamos convencer a las autoridades estatales de que, por treinta monedas, aceptábamos que el sistema, único, era público, siempre que admitiese que era independiente de la titularidad de cada centro.

Los vanos esfuerzos de unos pocos por describir la incoherencia de esta pretensión en sus propios términos fueron despachados con esa despectiva frigidez que estimulan los espejismos de la codicia inmediata. Hemos sido obligados a complacer hasta en sus extremos más rigurosos, con medios precarios, los requisitos burocráticos de un sistema cuya titularidad, al margen de concesiones, nunca ha dejado de demostrar que no admite competencia en el ejercicio de su potestad. Multiplicados hasta la extenuación las condiciones que no ha cesado de imponer, está a punto de saldar tal lealtad con la injusta traición que merece.

Dice un amigo que, por justicia poética, las escuelas de negocios, que han contribuido a conciencia a destruir la noción misma de universidad, deberían ser nacionalizadas como pago por adelantado. Escéptico, sigo íntimamente convencido de que tampoco desaprovecharían lo que acabarán considerando “un reto y una oportunidad”, por usar uno de esos abyectos lugares comunes que nos han infligido cotidianamente.

Reabro la Eneida. Durante estos meses he estado atento a los Libros II y VI. Puede Vd. suponer bien por qué me interesan tanto la caída de Troya y el descenso al reino de las sombras. Ahora que se ha echado ya la noche, recito entre murmullos estos versos: “… et scelus expendisse merentem / Lacoonta ferunt, sacrum qui cuspide robur / laeserit et tergo scelaratam intorserit hastam. / Ducendum ad sedes simulacrum orondaque divae / numina conclamant”. Aunque nos neguemos a seguir el cortejo de ese simulacro vacío de la ideología estatal, hemos asistido a su entronización en el altar profanado de las dominaciones de este mundo.

Suyo, como de costumbre,

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