Memoria
de Santo Domingo de Silos
Homenaje a Velázquez. Las Meninas. Ramón Gaya (1996) |
Antes de su desvanecida ascensión, a su
tiempo Cavalcanti solía acudir con puntualidad monástica a reseñar los
libros de Enrique García-Máiquez. Diarios, poesía o aforismos no se le aparecían
como virtuosas demostraciones de su dominio sobre las más variadas modalidades literarias.
Antes bien, se le presentaban como claves de un itinerario implícito en pos de
una «obra total», cuya memoria juanramoniana, ruborizada, no deja de perseguir el
(in)conciente creativo de los mejores escritores de nuestra generación.
En Palomas y serpientes (2015), su
primer libro de aforismos, Cavalcanti había advertido un cambio de ritmo, que
no de orientación, en la producción de García-Máiquez. El vaso medio lleno
(2020), su nueva incursión en el género, confirma aquella sospecha a la que previamente la última entrega de sus diarios, Un largo etcétera (2016),
y el poemario Mal que bien (2019) daban carta de naturaleza.
A la poesía y al diario cabe sumar el aforismo
como el tercer vértice en que se apoya la evolución inquieta y atrevida de una
estética muy personal y coherente en sus riesgos. García-Máiquez se ha decidido
a experimentar con el peso de un realismo cada vez más adensado, capaz de aunar
la intensidad del deslumbramiento lírico con la teleología del sentido
narrativo. El aforismo, naturalmente, se ha convertido en la piedra de toque de
esta investigación literaria y también ética.
El tema central que atraviesa y obsesiona la
escritura de nuestro autor consiste seguramente en cómo representar la vida.
Del aforismo a la entrada diarística (y viceversa) lo había planteado así: “La
novela es a nuestros diarios lo que la épica a las novelas. (La poesía, en
cambio, no cambia)”. ¿Acaso esa relación de analogía se puede reducir a un
cambio en el modo de enunciación o a una revisión, por más honda que sea, de la
percepción de los objetos de su trama?
Intuyo que afecta sobre todo al compromiso que
la obra nos obliga a contraer, dibujando el rostro del autor con los trazos que
sólo nuestra lectura puede ayudar a dar forma. “Si todo libro implica la
colaboración del lector, aquí se le exige más: él tiene que trazar la línea
entre los puntos, suspensivos, que yo he ido dejando como un Pulgarcito tímido
y levemente indolente. Tiene que imaginarse todo lo que ese largo etcétera da
por supuesto”, se apuntaba en Un largo etcétera. En El vaso medio
lleno se advierte, en consecuencia, que “Una colección de aforismos es una contradicción en
los términos que terminará salvando la mala memoria del lector bueno”. Puede que los tonos y los temas subrayen que cada aforismo va por libre, como también es cierto que cada lector debe ir pasándolos a limpio según su voluntad.
A una buena parte del éxito de García-Máiquez
contribuye que sus lectores más fieles sientan que los poemas, los aforismos y las aventuras cotidianas que va tejiendo les refleja a ellos mismos. Se sorprenden de verse sencillamente
reconocidos en sus líneas. Esta identificación sería imposible sin el exigente esfuerzo
de distanciamiento que el propio autor ejerce sobre su escritura. Como expresa en uno
de sus nuevos aforismos: “En toda conversación auténtica, el silencio tiene que
ser un interlocutor más y hasta llevar la voz cantante”. Optimista y
conservador, García-Máiquez confía que el lector lo juzgue completándolo con su
misma medida, rebosante, generosa, remecida…
Nuestro autor entonces no vacila en entregarse con decisión
a que sus buenos lectores procuren esbozar la imagen de él en los blancos que
cada una de sus páginas airean como puntos de fuga escatológicos. La
resurrección de los cuerpos sería incierta sin la fe desnuda y operante en la
comunión de los santos. Como dice en uno de sus últimos poemas, “Yo trato de
saltar sobre un abismo, / y en una y otra orilla estoy yo mismo / y el vértigo
de ver que no hay puente”. Es esta concordancia trascendente que la palabra poética se empeña en arrancar del pedernal de la acción narrativa el que el aforismo se esfuerza por conjugar.
Toda imitación de la vida supone, pues, una exploración a fondo de la experiencia del tiempo, agustiniana en su forma y en su fondo autobiográficos, así como barroco en el contentamiento ascético que procura su feliz desengaño. Cervantes y Velázquez, Quevedo y Garcilaso se dan cita entre las bambalinas del convite de este libro que presupone convivencia optimista y alegre esperanza.
Muchas veces (si lo sabré yo) contamos tanto nuestra vida porque estamos tratando de darle así un sentido, siquiera sea narrativo.
La frontera entre el hombre interior y el exterior es el espejo. Por eso son tan inquietantes.
Lo más frágil no es el espejo, sino nuestra necesidad de mirarnos en él, reafirmándonos, a cada instante. La fragilidad del espejo es otro reflejo.
Luego, la literatura es el jardín de los senderos que se bifurcan, pero al principio hay dos grandes avenidas en el cruce principal: la que va a la catarsis, la que va a la mímesis.
García-Máiquez sigue desplegando en estos
aforismos los mismos procedimientos lingüísticos y morales que han
caracterizado su trayectoria anterior, pero ejerce sobre ellos una depuración tanto
más estricta cuanto más imperceptible. Concepto y realidad consuman su maridaje
en el acto seminal de paradojas de sorprendente nitidez.
Siendo indudable el fondo de moralista francés
y de aforista español, tanto el uno como el otro se sostienen sobre la
tradición sapiencial bíblica, del Eclesiastés y los Proverbios a
los logia de Jesús. “Sí, sí; no, no”, la más extensa de todo el volumen,
contiene las bienaventuranzas que proclama en la siguientes secciones brevísimas. Apuntadas como pinceladas de un claro cubismo, de volúmenes aéreos
en planos abiertos, en ellas se alzan en escorzo los brindis de un diálogo ininterrumpido y entrecortado por
las risas y las lágrimas que una lectura atenta y festiva debe celebrar por todo lo alto.
Confesional aplicado a la literatura de García-Máiquez es
un adjetivo que, destilado, se rejuvenece en la envejecida barrica de roble de una
robusta pietas clásica, religiosa y cívica.
Siendo ambos güelfos contra viento y marea, él en su
castillo portuense, yo en mi marino claustro, monjes y guerreros, nos encontramos
ahora en este refectorio donde sólo soy capaz de servirle, para concluir, estos
pocos aforismos suyos con que emborrono mis rasgos:
Auténtica elección: la que no se termina nunca de hacer.
¿Sabe la dulce melancolía que está salvando lo que lamenta haber perdido?
«Yo sé quién soy» sólo puede decirse sin caer en el ridículo cuando los que te rodean no terminan de saber muy bien quién eres.
El solo de viola del viento entre los árboles.
El trabajo del crítico literario consiste en poner en negrita las entrelíneas.
La relectura es una utopía. Cada lectura es novísima.
Llega el momento en el que al fin puedes decirte: «Yo sé quién soy»; y, a partir de entonces, empieza lo difícil.
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