sábado, 30 de marzo de 2024

¿Teólogo/Poeta?

 

Sábado Santo

 


Hace unos meses que tengo desatendido este rincón de mi monasterio. Como si se tratase de una casa de aperos, he ido acumulando en ella bocetos y anotaciones, papeles sueltos, meditaciones y consideraciones. Con las modalidades a mi alcance procuro mantener en pie esta poética mía monástica. Vuelvo a entrar ahora entre sus paredes incitado por la sorpresa de un comentario que acababa de hacerme Gregorio Luri: “Sus libros, don Pego, no tengo la menor duda de que son obra de un teólogo”. 

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Gregorio me ha invitado a participar en un seminario de filosofía que coordina en la Fundación Tatiana titulado Después de la orgía. Como me dio completa libertad, no me cupo tampoco ninguna duda, no sé si para nuestra perdición... Me era preciso hablar de la orgía eclesiástica que ha durado casi sesenta años y que me parece que su prolongación explica todavía ciertos gruñidos de hoy. Hablaré de la presencia que falta según el ¿jesuita? Michel de Certeau, uno de los referentes teológicos declarados del Papa Francisco. “Ne permittas me separari a te”.

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¿Teólogo? He contado en otras ocasiones cómo dos libros marcaron mi vocación en una adolescencia recién estrenada. Precursores fueron los Versos y oraciones del caminante de León Felipe. La Antología de Ezra Pound la confirmó. Ahora bien, sin el descubrimiento de los Profetas y los libros poéticos de la Biblia no habría podido germinar. Aunque había sido asiduo lector de la Biblia Ilustrada para niños, una asignatura de Religión, impartida por el Hno. Raúl Blanco con su implacable severidad como un curso de historia del Antiguo y Nuevo Testamento, se convirtió en un instrumento de la Revelación. Desde entonces me acompañan la oración de Ana, la madre de Samuel; los oráculos de Amós; los Poemas del Siervo de Isaías; la visión de Ezequiel; Qohélet, claro; las cartas menores de Pablo; y, siempre, siempre, el Salterio.

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En la vida suelen cometerse un par de errores que serían irreparables si, hasta extremos imperceptibles, no esquivásemos su sola mención. Cargamos con sus penitencias, avergonzados y discretos. En mi caso, de aquellos pozos no me sacaron ni experiencias, ni testimonios. “Oxford me hizo católico”, sentenció el Cardenal Newman. Pese a mis debilidades, Londres me armó monje. En medio de una seca soledad, sin mérito alguno, donde ojalá habite el olvido de sí, seguiré custodiando poéticamente mis únicos auxilios: la Sagrada Escritura y los Padres.

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[…] la realidad histórica de algunos acontecimientos, así como de algunas personas, no excluye su permanencia en la eternidad y, por consiguiente, tampoco excluye la posibilidad de contemplarlos cuando la conciencia se eleva por encima del tiempo…” (Pável Florenski, El iconostasio).

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Luri, que también me ha definido como «cronoclasta», va siempre más acertado de cuanto me gustaría conceder. Él lo sabe. En su comentario a la Poética de Aristóteles, santo Tomás sostuvo que el filósofo debe ser también philomythos. Tal vez por ello nunca haya perdonado a Platón que, contra su espíritu, apostatase de la poesía, él, el poeta-rey, el rey-filósofo. Sin embargo, entiendo su logos. Ni el recuerdo de los teólogos naturales Heráclito y, sobre todo, Anaximandro me libra de la pesadumbre que se apodera de mi alma ante la poesía grecolatina. La leo como quien asiste a un banquete formidable donde se pueden gustar las más deliciosas viandas y los más exquisitos caldos y hasta corromperse uno, si así se desea, con feroz y feliz desesperación. De la Antología Palatina, por ejemplo, suelo retirarme pronto. En cambio, me siento en casa, con silencio o en el coro, en comunidad y con soledad, entre los Salmos. “Después de cantar el himno (el hallell), salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30).

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¿Teólogo? ¿Poeta? Tal vez sean los arquetipos de mi profesión real: lector.

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