Fiesta de S.
Lucas, evg.
San Pablo Ermitaño, José de Ribera (1640) |
En cierta ocasión un
amigo me comentó que le había impresionado un pasaje de Poética del monasterio en que se recordaba que la celda de S. Pablo, ermitaño, estaba
instalada en un antiguo taller de falsa moneda. La vida secreta del primer
monje estaba envuelta en un aire de clandestinidad que había deslumbrado a S.
Antonio, abad. Habiéndome propuesto leer las Colaciones de Juan Casiano
de principio a fin, caigo en la paradójica cuenta de que la vida monacal está
atravesada, desde sus orígenes, por una disyuntiva económica muy evangélica. “Non
potestis servire Deo et mammonae” (Lc 16, 13).
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Pablo, el ermitaño, apartado
al fondo de una cueva oscurísima, rezaba donde se había falsificado moneda. El
abad Antonio se había convertido escuchando la admonición de Jesús al joven
rico: “omnia, quaecumque habes, vende et da pauperibus et habebis thesaurum in
coelo: et veni, sequere me” (Lc 18,22). En la primera Colación, desde el
desierto de Escete, el abad Moisés recomienda que “lleguemos a ser, según el
precepto del Señor, hábiles cambistas” si el monje desea realmente alcanzar la
contemplación continua. La vida monástica se asemejaría, pues, a la parábola de
los talentos: “Negotiamini, dum venio” (Lc 19,13).
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Dice Casiano: “La
habilidad de los cambistas consiste en distinguir el oro puro del que no ha
sido purificado de igual suerte en el crisol”. A continuación, enumera cuatro
posibilidades que obligan al monje a discernir sobre la naturaleza de la
moneda de sus pensamientos. Hay una moneda falsa, sin duda, como la hay “fingida”
o sin valor real de cambio. También hay una moneda dañada e incluso puede estar devaluada.
Cuando al final del primer ciclo de Colaciones el abad Isaac y sus
interlocutores conversen sobre la oración, llamará la atención que se subraye
que todas las prácticas monacales, y hasta los ejercicios más extremos de
austeridad son nada, si no se mantiene el corazón puro en la recta doctrina.
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Falso dinero son las
reflexiones que seducen por el brillo de un lenguaje en el que se complacen ciertos
filósofos y que conducen, en su aparente inocuidad, a la miseria más absoluta. También
falsifican su valor todas esas prácticas que, en su apariencia piadosa, no se
ajustan al cuño auténtico que timbra la tradición. Devaluadas, es decir, que han
perdido su peso, son aquellas piezas que, “por la herrumbre de la vanidad”, no
se ajustan en verdad al patrón antiguo, aunque aparenten reproducirlo. Dañada
es, por último, la moneda que emplea la Sagrada Escritura para imprimir en ella
interpretaciones que se desvían de su sentido fiel: “no es la imagen del rey
verdadero la que se halla grabado allí, sino la del usurpador”.
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Medito estas páginas de Casiano,
admirado. Siguen describiendo con una exactitud pasmosa no pocos y principales peligros
actuales. En cada una de esas monedas se descubren sin esfuerzo las más variadas divisas que circulan
hoy con toda naturalidad. Emitidas hasta
por el banco central, las operaciones de especulación financiera que la (pos)Modernidad ha puesto a disposición de nuestra contabilidad espiritual permanecen al descubierto en las
secretas celdas de la espiritualidad monástica. ¿Acaso no pasan por nuestra
mano diariamente esos billetes con los que algunos negocian sin demasiado escrúpulos,
mientras muchos nos conformamos con evitar que caigan en nuestras manos o con
deshacernos de ellos lo más rápido posible, advirtiendo sin demasiada confianza
sobre el engaño que supone reconocerles curso legal?
***
Acostumbro a recordar el
fundamento escatológico de la vida monástica que venero y que no sigo. Bajando
los ojos, vuelvo a leer: “Viendo el anciano la admiración que nos causaban estas
palabras, prosiguió diciendo: el fin último de nuestra profesión es el reino de
Dios o reino de los cielos, es cierto; pero nuestro blanco, o sea, nuestro
objetivo inmediato es la pureza del corazón”.
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