Viernes de la Octava de Pascua
Ahora que la difusión de Poética
del monasterio ha concluido, algunos amigos se interesan por mi próximo
proyecto letraherido. Me cuesta confesarles que estoy entregado a un descanso
sabático. Leo, sigo meditando, repaso reposando. Nunca, o casi nunca, me he
propuesto escribir un libro. De repente entre aquellas notas dispersas que hubiera
agavillado descubría una ligazón en espera de desarrollo. Del modo más radical,
Poética del monasterio se me impuso como un título. Todo el libro estaba
contenido en esas tres palabras. Debió esperar casi cinco años hasta que me atreví
a acogerme a sus espacios blancos, como el hábito del Císter sobre el que se
grabase el escapulario de mi escritura.
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Ando aprovechando la
coincidencia de requerimientos académicos con obligaciones amicales para ir
pergeñando un volumencillo antimoderno, español, a caballo entre la crítica y
la semblanza. Contiene un algo de ejercicio de estilo, a carboncillo, preso de
una seriedad agitada, incluso divertida. Trazan sus líneas un sfumato de
mis preferencias literarias. Tal vez tuviera razón un alumno que me decía hace
un par de días que advertía en mí un gusto – ¿romántico?, ¿neoclásico? - por
escarbar entre las ruinas de lecturas olvidadas. ¿Es acaso la tentación barroca
que no logra resistir la virtud gótica perseguida por mi estética claravalense?
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Me impresionó mucho un
comentario de Álvaro Petit bajo un sol limpio, primaveral, madrileño. ¿Por qué
no escribir simplemente un libro de principio a fin, sin ensamblar materiales
previos? Me ha parecido un recordatorio monástico. Lejos de distracciones,
concentrándose en lo esencial, regresar adentro, apartado del tráfago cotidiano,
asumir su olvido, tomando distancia del mundo para pensarlo mejor.
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En estos últimos meses
voy rezando partes del Oficio mientras camino de ida al trabajo y de vuelta.
Los salmos empiezan a resonar misteriosamente en recovecos en penumbra de mi
alma. La recitación itinerante cierne sus detalles por el movimiento de una
respiración entrecortada. Entreveo entre la justicia y la gloria de Dios, más
que una procesión, una correspondencia íntima. A la madurez quizás me haya
llegado el momento de reconciliarme – o no- con Platón a través del Aquinate.
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Poética del monasterio culminaba asomándose al sepulcro en
la soledad del Sábado. Tal vez sea la hora de adentrarme en la oscuridad hacia
la luz, con una confianza que me obligue a imprimir la esperanza de S. Bernardo:
“Aspirará el día y respirará la noche”. ¿Acaso es éste el comienzo de una nueva
peregrinación? El rostro de Dios no puede reducirse a una imagen – o un
concepto-. Está grabado en la Palabra. De ella emana la luz de su Nombre.
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