Memoria de S. Francisco Javier, pb.
Virgen de la Antigua, Anónimo (siglo XV) |
Se han cumplido seis años desde que presentamos
en Sevilla Memorias de un güelfo desterrado. Mi heterónimo Cavalcanti
escribió la crónica de aquel acto íntimo e intenso como si fueran unas vísperas güelfas. Hace unos pocos días volví a la
ciudad hispalense, con su recuerdo bien presente y de nuevo casi en intimidad,
a celebrar la presentación de Poética del monasterio. En su
memoria, misteriosamente, me esperaban unas laudes imprevistas.
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Repetiré siempre que de Ignacio
Trujillo, hospitalario como pocas personas que haya conocido, recibí en mi
primera visita sevillana la confirmación de ser escritor. Hasta que uno no
siente las palabras que ha redactado en la voz de un lector, notándolas extrañamente
familiares, pero ya no suyas, porque han pasado a circular por otro torrente
sentimental capaz de comunicarlas, hasta en susurros, a nuevos lectores, no
puede decir que su vocación se haya cumplido.
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En una gratísima comida en el Real Círculo de
Labradores, a la que me extendieron una amable invitación acompañando al amigo
Ignacio, pude hablar con los notables comensales que nos tocaron al lado, con
sencillez, de espiritualidad y de cultura, de realidades sociales y políticas. Me
escucharon con respeto y discreción defender principios Tradicionales con los
que seguramente no comulgaban del todo. ¡No sabrán cómo se agradece en este
tiempo mantener una conversación civilizada! Al final el Presidente tuvo
la amabilidad de anunciar el acto de presentación de la tarde y de agradecer mi
presencia, llegada, dijo, desde “tierras lejanas”. Me salió del alma exclamar: “¡Cercanas!
¡Cercanas!”. Ignacio y otro comensal próximo asentían sonrientes.
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Mi padre nació en La Habana. De niño vivió en
Madrid, pasó la Guerra en Sevilla y su juventud la completó entre la cuenca
minera y Oviedo, antes de regresar a la villa y corte. He crecido en ella, me
forjé en Londres y he amado en Barcelona. No hay un solo paisaje de esta
península nuestra, siempre a punto de desgarrarse, que no extreme fibras de mi
sensibilidad, como la nota final, lejana, del Cuarteto número 11 para cuerda de Shostakovich.
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Camino de la estación a primera hora, Lutgardo
García me había enviado como bienvenida su delicada, y generosísima, Tribuna Abierta
publicada esa misma mañana en ABC. Entre “Raros y antimodernos” sentí la
carga ligera y abrumadora de ser empujado, como si me acercase de rondón, a la
mesa de grandes maestros: Léon Bloy, Marcelino Menéndez Pelayo, Aquilino Duque,
Nicolás Gómez Dávila o José Jiménez Lozano. Admiro muchísimo la prosa exquisita
de Lutgardo, y su finísimo verso, que ya había degustado en La llave misteriosa y que, después
del acto, volvería a regalarme con El caudal infinito. Escucharlo otra
vez ahora, con la precisión barroca de su dicción natural, renovaba y ampliaba
la alegría de hace seis años. Sé que callaba que tal vez había debido declinar un
compromiso imprevisto surgido a esa misma hora. Esas pruebas de amistad jamás
se olvidan, porque obligan a un silencio que no puede medirse. Concluyó su
intervención con la certeza, dijo, de que Bloy me habría acogido como al último
de sus ahijados. Peregrino de lo absoluto, se lo habrá recompensado con la disipada
ingratitud de sus oraciones más pródigas.
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Ignacio y yo vagábamos entre las calles sevillanas al atardecer, entre la casa donde Cernuda pasó su primera infancia y la casa donde naciera el Cardenal Wiseman. Justo delante de otra gran casa, señorial, nos detuvimos un instante, mientras me explicaba su historia con unos detalles que me la hacían imaginar en su fantástica integridad. Fue reemprender la marcha y topar con sus dueños. Como si fuéramos arrebatados por una claridad sobrerreal recorrimos, en la voz y la compañía del amigo de Ignacio, estancias, comedores, bibliotecas y patios mudéjares, emergiendo aquí unas columnas con mármoles de Carrara, allí el pavimento con un mosaico romano, todo entretejido de vida familiar y de historia. Un Zurbarán discutido, un extraordinario Pacheco y, sobre todo, un san Jerónimo penitente, atisbado al final de un pasillo, filtraban dentro de mí una luz que casi se disolvía en mi respiración. Salimos hipnotizados, creo. Recién anochecido, desembocamos en la Plaza de la Escuela de Cristo, de una blancura traspasada de un imposible y cierto añil alimonado.
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Lo mejor de presentar un libro -en su fondo, secreto-
lo proporciona desvirtualizar personas que nos seguimos por las redes. Casi
podría decirse que es milagrosa la comunión espiritual que retazos de nuestras
vidas suscitan en otros. A veces una palabra inoportuna destroza una relación humana.
¿No es, al contrario, una maravilla que palabras pronunciadas en apariencia
ocasionalmente y casi al azar hayan alcanzado a alguien como si le estuvieran
dirigidas especialmente y, al reencontrarnos, fuera lo más natural
continuar la charla que habría quedado en suspenso?
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Al día siguiente me propuse oír Misa en la catedral.
Se celebraba en la Capilla de la Antigua. Me senté en un lateral en la parte
trasera. Nos invitó el sacerdote a reconocer nuestros pecados. Alcé un poco los
ojos y quedé pasmado. Los ojos de la imagen de la Virgen me miraban con fijeza entrañable
-y, por qué no, irónica también-. Quizás fuera la posición, la iluminación o
las emociones acumuladas durante un día. Aquella mirada entablaba un diálogo
conmigo que no requería la más mínima palabra. Debía sostenérsela para que
siguiese mirándome con una melancolía transcendida. Comprendí perfectamente que
el Niño la observase hechizado. Seguía la Misa con una extraña atención, sin
poder apartar la vista de Ella. Señalándose la rosa en el pecho, parecía
decirme que, si quería descubrir su secreto, debía volver los ojos dentro de
mí: allí encontraría su cifra. A los pies de esta imagen, con facciones tardías
del gótico flamenco, se postraron hace quinientos años los marineros que
lograron regresar de la vuelta al mundo. Ahora seguía conservando intacta la
belleza de su rostro adolescente, tras cuyas facciones pintadas por una humilde
mano anónima asomaba una sabiduría tan inalcanzable como cercana. No salí de la
capilla transfigurado. Simplemente noté el resplandor incendiado de mi niñez antigua.
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Al final de la presentación, con vehemencia, defendí
que la desaparición del padre, del maestro y del monje era sólo el objetivo
penúltimo antes de poder asaltar definitivamente el Edén y así acabar de profanarlo.
Custodia su interior, como un altar eucarístico, la Madre, que es Esposa y es
Hija.
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Memorable
ResponderEliminarMuy amable
EliminarMaravilloso, y el libro. Poética del monasterio , fantástico, transmite fe y esperanza. Dios le bendiga
ResponderEliminarLe agradezco el comentario y, muy especialmente, la lectura del libro.
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