Memoria de
S. Genaro, ob. y mr.
Vanitas con libros, manuscritos y una calavera, Edwaert Collier (1666) |
Sigo absorto ante la
imagen del soplo de
aire que el libro de Qohélet no deja de inspirar últimamente mi lectura de José
Jiménez Lozano. Frente a la tentación de la vanidad -el único pecado
que los Padres del Desierto descubrían como la raíz de todos los otros males- sólo
nos puede proteger el recuerdo de la condición creada de nuestra naturaleza, cuya
custodia la poesía tiene encomendada.
Con una
extraordinaria finura narrativa el autor del primer capítulo del Génesis se había
cuidado de mencionar explícitamente el concepto filosófico y teológico de la
creación «ex nihilo» que se deriva necesariamente de su primer versículo: “Al
principio hizo Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1).
Por más que la
tierra estuviese informe y vacía o invisible y desordenada es imposible empezar
a narrar antes de haberse instaurado cualquier tiempo. Pronunciar la primera
palabra supone haber salido ya “de la nada”. Dios, el narrador absoluto de la
vida, la trasciende desde el primer momento. Su espíritu se cierne sobre las
aguas, como la tiniebla sobre el abismo (Gen 1,2).
Para el Elohista,
todo principio –el inicio de todo comienzo- es, misteriosamente, una liberación.
Contiene en sí, en el contrapunto de un silencio eterno, el afán de la Creación
entera. Hasta la pregunta de Leibniz de por qué hay algo en lugar de nada
conserva, al fondo, otra cuestión decisiva: ¿por qué debe volver a haber nada
existiendo algo? “Dijo Dios: «Hágase la luz». Y hubo luz” (Gn 1,3). Y sustrajo
la luz a la tiniebla, porque vio que era buena (Gn 1,4).
El relato entero de
la Creación hace de la Creación el relato de Dios. Advierte que todo relato es
la réplica de aquel primero. Como el hombre, llega siempre “después”. El hombre
siempre empieza a crear “tarde”. Hubo algo antes; habrá algo después. Resulta imposible
fijar su ansia. Aun divino, su origen le recuerda que brota de esa tiniebla
“super faciem abyssi”. Su principio es lo infundamentado: promesa de libertad,
amenaza de disolución.
La lectura del Eclesiastés
empuja a sospechar que la insistencia de Qohélet en el tiempo y en su
repetición, así como su desolada afirmación de que tanto la búsqueda de la
sabiduría como la entrega fácil al placer sean vanidad y caza de viento, no
corresponde simplemente a la constatación nihilista de una derrota.
Quohélet explora de
modo radical, sin concesiones, ese núcleo sin fondo que constituye nuestra
existencia. En él, a tientas y por vencido, sigue la condición de sentido de la
narración que anhela ver registrado en el Libro de la Vida. Jacques Ellul
entendía así la sabiduría de Qohélet: “La realidad es que todo es vanidad. La
verdad es que todo es don de Dios”. La una sin la otra nos arrastraría al
suicidio.
Qohélet no cuenta.
Qohélet alterna el argumento roto de la prosa y el ritmo quebrado de la poesía.
Avanza y retrocede; recae; se lamenta y, aun a disgusto, se exalta y celebra.
La vida es sinsentido. Su escritura gira sobre el significado de la
preposición “sin”: lo que ilumina al oscurecer. Da cuenta del terror
primigenio, de la indiferenciación primera a la que de un modo u otro no
escapamos “al fin”. El paréntesis de la existencia manifiesta algo monstruoso:
ni escapamos por completo de la nada ni el ser da asiento seguro a ninguna de
nuestras posibilidades: “Y así aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que
se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de viento” (Ecl 2,17)
En pocos autores
como Qohélet la conciencia ontológica y política están tan antitéticamente
abrazadas. No porque sean inútiles sus obras el hombre puede prescindir de
hacerlas. Sólo haciéndolas puede llegar a descubrir su sinsentido. A un
paso transhumano, Qohélet grita de espanto que “el hombre no supera a los
animales. Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos vuelven
al polvo” (Ecl 3,19-20). No obstante, exclama a continuación: “el único bien
del hombre es disfrutar con lo que hace” (22).
Aunque el peso de esta conciencia nos humilla, aunque nos devuelve a esa masa de fango en la que Dios inspiró un espíritu de vida que parece estar desvaneciéndose tan pronto como es soplado, Qohélet no cesa de amonestarnos para que no nos dejemos vencer por la desesperación: “En tiempo de prosperidad, disfruta; en tiempo de adversidad, reflexiona: Dios ha creado estos dos contrarios para que el hombre no pueda averiguar su porvenir” (Ecl 7,14).
La enseñanza de
Qohélet conecta con el sentido misterioso de la Creación, desde el abatimiento
de la Caída. Tinieblas y retorno a la nada nos asedian, sí, pero también se
alza una voz que sostiene la dignidad herida de la naturaleza humana que no se
resigna a dejar de afirmar que somos, aunque sea a-penas. Humo o sombra,
llegar a ser es haber sido amado.
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