Memoria de San Rafael Arnáiz, mj.
En el Misal
Romano se recoge que “según una antiquísima tradición de la Iglesia, en este
día [de Jueves Santo] están prohibidas todas las misas sin pueblo”. En la
pasada Semana Santa mostré mi perplejidad a un reconocido liturgista. Quiso
confortarme asegurando que los decretos ad
hoc de la Santa Sede garantizaban a todos los sacerdotes celebrar, aunque
estuvieran solos, esa tarde. Callé respetuosamente y le pedí que nos tuviese
presentes en espíritu. Un católico romano sabe que el funcionamiento jurídico
de la Iglesia se rige con toda naturalidad por el uso discrecional de la
dispensa.
En medio de la
polémica actual sobre la conveniencia o no de restaurar en muchos lugares el
culto público, con todas las medidas de seguridad oportunas, lamento con
melancolía que muchos de nuestros pastores, como de costumbre, hayan perdido la
oportunidad de estar predicando con el ejemplo.
No he
podido evitar meditar sobre aquellos sacerdotes que, en un plano sobrenatural, hubieran
decidido que, en esas condiciones, no podían celebrar la misa de la Cena del
Señor. Que la Tradición de la Iglesia no depende de un documento curial, por
más legítimo que sea. Que, habiéndose pasado días explicando a los fieles por
qué no les era posible acceder a los sacramentos, asumían el peso de una prueba
dolorosísima, ojalá única en su vida sacerdotal, que les hacía solidarios de
quienes les habían sido encomendados.
¿Se habría podido
celebrar la Cena del Señor entonces? Evidentemente, sí. Todas aquellas misas en
que asistiese “pueblo”, aunque fuera un solo fiel (un lego, una madre, una hermana…),
sin subterfugios y sin excepciones, con
su valor infinito, habría podido tener lugar. En un monasterio o en la habitacioncilla
de un piso común la Iglesia entera habría celebrado el misterio de la fe. En el
ayuno sacramental más estricto, los sacerdotes solos habrían podido seguir por
internet la celebración de su obispo o del Papa y experimentar, no sólo
imaginarse, el anhelo de sus fieles. Podrían haber leído también los salmos y
los profetas y haber meditado el exilio de Israel, sin templo ni liturgia. En
suma, habrían compartido a fondo la tristeza de Jesús en Getsemaní.
Si ahora esos
sacerdotes tomasen la palabra, su testimonio resplandecería de tal modo que deberíamos
bajar la cabeza avergonzados. Pero habrán adquirido tal humildad que dejarán
que vuelvan a hablar quienes siguen pontificando sobre el valor infinito de la
Misa, la comunión espiritual, el ayuno sacramental y la obediencia a nuestros
pastores. No se les perdonaría su testimonio. “Hermano, te estás equivocando;
estás rompiendo la comunión”, dirían no pocos.
De esta crisis
temo que, en medio de la indiferencia, a nuestros pastores, estupefactos, les
seguirá tan sólo un cortejo de silencio cuando no de miseria. Mejor o peor dispuestos,
los Apóstoles acompañaron a Nuestro Señor en el Cenáculo. De descender su
cuerpo de la Cruz y enterrarlo, sólo se acordaron dos discípulos secretos y
unas mujeres.
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