Memoria de Santa Escolástica, virgen
L'enigma dell'arrivo e del pomeriggio, Giorgio de Chirico (1912) |
Entre
las pinturas metafísicas de Giorgio di Chirico provoca borrosas resonancias en
mi memoria una obra primeriza, no especialmente lograda, que lleva por título L’enigma dell’arrivo e del pomeriggio
(1912).
Se ha
discutido si la escena refleja el momento de la llegada o de la partida de la
nave, que extiende su vela tras el muro. Casi como un deseo de neutralizar su
efecto de atracción, he querido huir por la puerta entrevista, cortada en
diagonal. ¿Medita acaso el cuadro el atardecer de una tradición?
Resisto
el afán de fuga. En el fragmento de suelo cuadrado las dos figuras humanas imantan
el sueño de un laberinto. Empiezan a emerger de mi archivo psíquico las huellas
de unas imágenes y de unas palabras alejadas ¿entre sí?
Atisbo
en la figura negra, inclinada, la Muerte retirándose ganadora de
la partida de ajedrez en El séptimo sello.
Antonius Block pregunta con inquieta serenidad: “¿Y nos revelarás tu
misterio?”. La Muerte, con lívida inanidad, responde: “No tengo nada que
revelar… No sé nada”.
La
figura roja no deja de presionar mi recuerdo de Dante. Me detengo en los
primeros cantos de la Commedia. Allí,
por fin, encuentro los versos que explican mi fascinación por el cuadro de
Chirico. A punto de alcanzar la ribera del Aqueronte, Virgilio ordena a su
discípulo que guarde en silencio su curiosidad:
“allor
con li occhi vergognosi e bassi,
temendo no ‘l mio dir li fosse grave,
infino al fiume del parlar mi trassi”.
(Inf. III, vv. 79-81).
¿Debo
callar? ¿Está el Infierno vacío? ¿Es simplemente una realidad moral, el
negativo utópico de la condena? ¿Será cierto que la negación de la existencia
del infierno proceda de cuestionar el pecado original? Sin la Caída, ¿qué
antropología puede sostener todavía la seriedad de la (des)esperanza?
La
naturaleza del infierno es metafísica. Si no hay necesidad de condenación, nada
es salvable. Sin redención, tal vez nuestra cultura se conforme con ser
compensada con el descanso de una aniquilación eterna. ¿Para qué una segunda
muerte, definitiva y escatológica, cuando nos basta con una, implacable e
intrascendente?
Mientras
se acercan a la barca de Caronte, Dante pregunta a qué viene ese alboroto de
gente abrumada por un duelo. Su guía responde que se lamentan de no haber sido
ni rebeldes ni fieles a Dios, sino sólo de haber existido para ellos mismos. Los
suspiros, los llantos, las quejas de este coro rezagado, innumerable, siguen
resonando, sin reproches ni elogios, a través de un firmamento sin estrellas.
Elevo
la mirada hacia el Paraíso ante de seguir, quieto, por este valle de penumbras.
“¡Ojalá me escondieras en el Abismo, me ocultaras hasta que pasase tu cólera y
fijaras una fecha para acordarte de mí!” (Job 14, 13).
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