sábado, 9 de octubre de 2021

Vida solitaria

 

Memoria de S. Dionisio, ob. y mr.

 

Cabaña entre árboles junto a un riachuelo,
Cornelis Decker (1669)


Desde 1553 no se había vuelto a verter De vita solitaria de Francesco Petrarca en español. Compuesta unos doscientos años antes, entre 1346 y 1356, desde entonces ha seguido manteniendo en su soledad esa excelencia que le reservaba en el título su primer traductor castellano, un tal Licenciado Peña que parece que se tomó bastantes libertades con el original latino.

A varias jornadas de camino de aquella Medina del Campo donde se había publicado esa primera y hasta la fecha única versión, Jesús Cotta, humilde y vencedor, se ha enfrentado ahora en Sevilla con un gran reto, como él mismo lo define en la nota de presentación (Cypress, 2021): “ser fiel al sentido y preservar, a la vez, el estilo; desprenderse de la literalidad y lograr así en nuestra lengua la misma elegancia del original”. 

Tras leer su traducción, puede afirmarse que lo ha superado ampliamente. Tan importante como batirse en duelo con las construcciones nominales petrarquescas es adoptar el timbre de la voz que habla entre las líneas de una lengua que no era además la propia del autor. Sin ser la suya tampoco, Cotta logra hacerla vibrar en el ritmo que imprime a su fraseo.

Con el latín los humanistas -y Petrarca lo fue en el grado sumo de no necesitar la acreditación de la Academia- realizaron algo más valioso que un ejercicio de estilo y más peligroso que una empresa arqueológica. Comprometieron en el crisol de la razón la pureza esencial de sus sentimientos. Alquimistas de la palabra, persiguieron el oro divino de una Parusía inmanente.

Esa tarea, cuyo secreto había custodiado la filosofía moral que la animaba, suponía culminar de una de sus maneras más nobles la búsqueda del llamado Medievo, antes de que la Modernidad ilustrada, astuta especuladora, la expropiase y mancillase a conciencia, sin el original concierto de su voluntad trascendente. Cotta se ha aventurado a destilar su sustancia original por los alambiques de una espléndida sensibilidad lingüística. Ese es mérito indiscutible de su traducción.

En unas pocas páginas introductorias, José Luis Trullo, editor de energía humanista, sitúa con precisa naturalidad la actualidad del opúsculo en su contexto histórico. “Una época de decadencia”, “La función del saber”, “La patria de las letras”, “Amistad, divino tesoro” o “Maestros de soledad” son algunos de los esclarecedores títulos de sus breves epígrafes, cuyo contenido hace innecesario proporcionar al lector que quiera, y deba, acercarse a este opúsculo mayores detalles.

Sólo quisiera resaltar que, bajo una tersa y acallada lucha con su justificada vanidad, Petrarca aporta una honda meditación sobre el maridaje clásico del cristianismo. No se contentaría con recuperar a Epicúreo y a Séneca, sino que querría hacerlos entrar en una tensión enriquecedora con la base cristiana de su clasicidad.

El humanista, laico y cristiano, aspira a ser un ciudadano ermitaño, como si diese forma a un Séneca benedictino. No debería extrañar así que las primeras páginas distribuyan la jornada del solitario según el ritmo de las horas litúrgicas. Ahora bien, también resulta claro que para Petrarca la vida solitaria no supone la kénosis del eremus, sino la exaltación del locus amoenus.

Buscar a Dios y entregarse al estudio, imitar a Cristo y permanecer en silencio serían las antítesis que forjan el ethos de un hombre nuevo. Solo en el silencio la conversación rompería las fronteras del tiempo. Como una figura de la Jerusalén celeste, la lectura abre el espacio donde los amigos del pasado y del presente se reúnen a la espera de los huéspedes futuros que mantengan ininterrumpida esta hospitalidad de la letra y del espíritu.


“De la soledad no alabo solo el nombre, sino los bienes que hay en ella. Y no me deleitan tanto el retiro y el silencio del desierto como lo que en ello habita: ocio y libertad.”
“Tengo la firme convicción de que la soledad no es que predisponga al buen juicio: es que lo conserva y lo favorece al máximo.” 
“Ciertamente, la soledad sin letras es destierro, cárcel, potro de tormentos; añádele las letras y es patria, libertad, goce.”
“Abramos por fin y purifiquemos esos ojos interiores con que las realidades invisibles se contemplan: veremos que ahí está Cristo.” 
“Y este no es el último fruto de la vida solitaria, algo que no entiende quien no lo ha probado; entre todas estas cosas, consagrarse a la lectura y a la escritura…” 
“La vida solitaria se sirve del presente con alborozo, aguarda lo futuro con sosiego, no está en vilo ante el mañana, no deja para el día siguiente lo que pueda o deba hacerse hoy.”

“Cuando esto es así, se sigue que en cualquier lugar donde cabe una sola persona caben dos amigos. Pues ninguna soledad es tan honda, ninguna casa tan pequeña, ningún umbral tan cerrado, que no se abra para un amigo”.

 

El silencio y la soledad aún contienen la prueba última del diálogo sin ocaso: la oración.