Memoria de S. Macario de Bitinia, ab.
Murada i catedral a entrada de fosca, Antonio Gelabert (1903) |
Como por fortuna no poseo relevancia en
el mundillo cultural, apenas suelo recibir ejemplares de las novedades
editoriales. Si llega alguna, suelo apresurarme a darle la hospitalidad poética
de este monasterio. Sólo raros volúmenes parecen sumergirse en un silencio en
absoluto indiferente. Los mantengo próximos, mientras me reconozco incapaz dar
con el tono que merecerían. Entre estos ha ocupado un lugar punzante la publicación
hace un año de la conversación que Daniel Capó y Nadal Suau mantuvieron con
José Carlos Llop (Elba, 2020).
Paso de nuevo en estos días de agosto las
hojas de mi ejemplar y compruebo que mi silencio no estaba del todo errado. Veo
subrayados con insistencia los pasajes que tocan el sentido de la escritura. No
los de la memoria, la cultura, la biografía del hombre o de una ciudad, los
géneros literarios que debe fatigar el autor en busca de su voz -o, mejor
dicho, del timbre que da personalidad a su voz-, ni tan siquiera los del compromiso
moral asociado al oficio. Parecería que, como si desnudo y esencial, adivinase,
casi con pudor, los contornos de la sola decisión del acto de escribir, ese
punto donde lo abstracto de un trazo inicial adquiere la forma imprevista de un
mundo. Aunque me sigan pareciendo escasas mis fuerzas para una reseña de sustancia,
aun a destiempo, acaso sea el momento de emborronar alguna cuartilla imaginaria.
Comparto la impresión de que el fondo de
aquella conversación quizás girase sobre la distinción que Llop establecía desde
el principio entre lo poético y lo narrativo, la percepción inmediata de lo
verdadero frente a la construcción de otra realidad, no por necesaria siempre verdadera.
Con ella hacía emerger de nuevo una de las certezas que había apuntado En la
ciudad sumergida: “Al arte hay que pedirle la revelación de un misterio o
la interpretación de las emociones propias. Y a veces, que sea testimonio de su
tiempo y nombre, creándolo de nuevo, el mundo”. Tal vez también la tarea del escritor
sea deambular por tal umbral, imantado entre la luz sin nombre del misterio -el
poeta- y la sombra apalabrada de las emociones que cristalizan un mundo -el
narrador-. “La vida del escritor es la invención de una escritura”, sentenciaba
después Llop en su conversación con Capó y Suau.
De la insularidad, física y sentimental;
de Palma como destino y vocación del escritor; del alejandrinismo y hasta bizantinismo
de la genealogía literaria de Llop, es posible desarrollar un número relativo
de variaciones. Pero ya digo que, indirecto, exquisito, enigmático, de él me
interesa sobre todo su decisión de escribir.
El mérito mayor de En la ciudad
sumergida pudiera haber consistido en destilar una representación anamórfica
de Palma de Mallorca. En la estela de su propia tradición, de Robert Graves a
los hermanos Villalonga, Llop ha conseguido alzarla a la altura de uno de los símbolos
mayores de la mejor literatura (anti)moderna, como es el de la ciudad-isla. Tal
retrato es posible sólo si se bucea en una conciencia donde late, onírica y
educada, una angustia que se irisa y se oculta en su descripción a través de la
historia de objetos, viviendas, calles y barrios… hasta el mar o la catedral. Bajo
ellos apenas se puede contener el tráfago que cabe atravesar desde sentirse
escritor a ser escritor.
Una cosa es escribir, o leer, y otra ser
arrastrado en la escritura, o en la lectura. De ese fulgor cabe protegerse a
veces con la página redonda, o con el despliegue erudito de referencias que
permitan encajonar el libro en la vitrina de la historia literaria. Y es
imprescindible hacerlo así, siempre que se recorra, aun con conciencia vencida,
la mise en abyme a que obliga.
De este modo, quienquiera entender el
sustrato radical que hace posible En la ciudad sumergida debería leer el
capítulo “Los escribanos del agua”. He ahí quizás donde se encuentra representado
en diferentes planos el quicio de la imagen de escritor que el narrador
establece entre el joven recluta recorriendo la guardia por la muralla de la
ciudad y el escritor consagrado subiendo a Bellver a contemplarla treinta años
después. Quien escribe debe asumir el precio de adentrarse “en el territorio
del olvido aparente, donde las líneas se borran una vez escritas”.
Llop describía a Capó y a Suau la
escritura como pasión y como enamoramiento, “sabiendo que la escritura es la
memoria de lo que no queremos perder. O mejor, que se nos escape del todo: la
vida”. Páginas antes, había querido matizar que no sólo al final, sino que “al
principio del arte, también en su origen, está la muerte”. La resistencia que
la escritura opondría a la muerte no retiene con su afirmación, precaria y
gloriosa, su definitiva extinción. De alguna manera misteriosa, la muerte va guiando,
implacable, los trazos de su derrota. Quien pinta o escribe se sabe mortal. Como
escribió Gregor von Rezzori, “nadie jamás hace otra cosa que ir al encuentro de
la propia muerte. […] Pues todos están perdidos en su soledad, los hombres y
las ciudades”.